Conmovido y seducido por la pobreza de Cristo pobre
Los movimientos
pauperistas del tiempo de Francisco veían el paradigma de su vida pobre en la
vida de los apóstoles y la de la primitiva comunidad de Jerusalén. Francisco,
en cambio, tenía ante sus ojos, sobre todo, la vida pobre de Cristo pobre. Esto
es lo que conmovió e impresionó a este joven burgués y rico. Lo «alcanzó» tanto
que en él produjo un profundo sentimiento de participación emocional y cordial.
Jesús no es sólo el
Mesías de los pobres. El Cristo es verdaderamente pobre. La pobreza no puede
separarse de la persona, de la vida y de la acción salvadora de Cristo. La
santa pobreza emerge por encima de todas las demás virtudes, al tiempo que es
su fundamento, ya que «el mismo Hijo de Dios, "el Señor de las virtudes y
el Rey de la gloria", sintió por ella una predilección especial, la buscó
y la encontró "cuando realizaba la salvación en medio de la tierra"»
(Sacrum Commercium 2).
Cristo pobre
cautivó el pensamiento de Francisco. A lo largo de su vida él se entregó a
vivir según el ejemplo suyo. «Por eso, el bendito Francisco, como verdadero
imitador y discípulo del Salvador, en los comienzos de su conversión se entregó
con gran amor a la búsqueda de la santa pobreza, deseoso de encontrarla y
decidido a hacerla suya» (SC 4). Francisco se mueve plenamente en sus
sentimientos desde los sentimientos de Cristo Jesús pobre y despojado (Flp
2,5-8). No ha sido una teología sistemática, reflexionada y ofrecida por él,
sino el encuentro personal y determinante con Cristo lo que ha llevado a
Francisco a vivir y a enseñar así. Desde el espíritu y la vida de Cristo, la
pobreza evangélica despliega todo su significado y sentido histórico y
salvífico. Lo que a él le ha sido revelado como «forma de vida», él lo ofrece a
sus hermanos como experiencia a hacer.
Con una
desconcertante frescura nos sorprende en la vida de Francisco la iniciativa
de Dios. La fuente inagotable, invisible y, a la vez, deslumbrante, de su
vocación, de su invitación y de su inaudito protagonismo es el corazón abierto
de Dios amor, de Dios salvador y de Dios señor y dador de vida. Francisco sabía
que lo más que le puede pasar a un hombre se llama Dios. Fue Él el que lo llamó
por su nombre. Fue Él quien primero lo amó. Francisco estaba inundado del sol
nuevo de aquella mañana que se alzó en su vida torturada y perdida cuando él se
decidió a responder gozosamente a Aquel que lo llamaba desde el Crucifijo de San
Damián: «De muy buena gana lo haré, Señor» (TC 13).
La conciencia que
él tiene de sí mismo y de sus hermanos es de que «para esto os ha enviado el
Hijo de Dios al mundo entero, para que de palabra y de obra deis testimonio de
su voz y hagáis saber a todos que no hay omnipotente sino él» (CtaO 9).
Francisco, antes rico y elegante, ahora andrajoso y feliz, permanece fiel a su
identidad de ser voz de Cristo, su mensajero, su heraldo, también cuando los
ladrones lo encuentren cantando por el bosque en lengua francesa alabanzas al
Señor. Él, como hombre que ha nacido otra vez, responde: «Soy el pregonero del
gran Rey», y «sacudiéndose la nieve, de un salto se puso fuera de la hoya, a
donde lo habían arrojado, y, reventando de gozo, comenzó a proclamar a plena
voz, por los bosques, las alabanzas del Creador de todas las cosas» (1 Cel 16).
El encuentro con
Jesucristo fue tan conmovedor, que la vida de Francisco anduvo al ritmo de la
juventud de Dios. Esta fuente de agua viva, que le fue dada gratis (Jn
4,10.14), hizo que él y sus hermanos se percibiesen como «un nuevo y pequeño
pueblo», que se siente contento con tener solamente a Jesucristo, Altísimo y
Glorioso (EP 26). Tal es su contento que no quiere tener ninguna otra cosa bajo
el cielo, al haber elegido él y sus hermanos la dicha y bienaventuranza de
la altísima pobreza, que es la persona de Jesucristo, exclusivamente y para
siempre (2 R 6,2-7). La felicidad de este hombre pobre lo convierte a él y a
sus hermanos en «juglares de Dios, el Señor», capaces de cantar desde la
Palabra de Dios todas las demás palabras, descubiertas y oídas en el misterio
de las criaturas y en el corazón de los hombres, a los que desean, como única
recompensa, que acepten la dicha de vivir en la conversión sincera, abiertos al
gozo espiritual.
Menores y pobres, conviviendo entre los despreciados y débiles
Ser pobre y vivir
pobre significa no considerarse ni colocarse como centro. Quien retiene la
propia voluntad como propiedad inalienable se enaltece hasta el punto de
considerarse autosuficiente. La experiencia y enseñanza fundamental de
Francisco es: Todo bien es propiedad de Dios. Dios realiza el bien y lo
manifiesta por medio del hombre, su instrumento. El corazón de la pobreza
franciscana es un acontecimiento que se da en lo íntimo del hombre, referido a
su encuentro fascinante con la zarza ardiente de Dios (Éx 3). Restituir todo a
Dios es reconocer en todo y siempre el reinado de Dios en nuestra existencia;
es la rica y feliz experiencia de despojamiento y pobreza. Todo es don de Dios,
también nosotros mismos y nuestros hermanos los hombres. El Altísimo, Señor
Dios, es quien dice y hace todo bien (Adm 7,4; 8,3).
El despojamiento y
la desnudez espiritual es ciertamente exigencia de la pobreza. Elegir la
pobreza, entregar todo lo que uno tiene como propio llevó a Francisco
evidentemente a pedir a los hombres con una gran formación científica que
deseban entrar en la Fraternidad franciscana, el renunciar a su ciencia para
seguir a Cristo pobre y crucificado en la desnudez de su cruz (cf. 2 Cel 194).
Francisco no es un hombre de ciencia, es decir, no se expresa con el lenguaje
de la mediación cultural. Para él la sabiduría está personalizada, no siendo
por lo mismo ni una doctrina ni una conclusión de la misma, ya que en este caso
sólo los doctos y cultos la poseerían, mientras que los simples no tendrían
jamás acceso a ella. La sabiduría para Francisco es más bien una relación con
la persona de Jesús, el Hijo de Dios, es tenerlo incrustado en la médula y los
huesos, es estar vestido de Él. Esto no se realiza en el plano del puro
conocimiento, sino acogiendo y recibiendo el cuerpo y la sangre de Cristo y
actuando el bien mediante la conversión (cf. 1CtaF 2,8; 2CtaF 67).
Ser pobre es vestir
pobremente (Test 16-18). El pobre, a diferencia del rico, propietario, no tiene
otro recurso para vivir sino el propio trabajo. Francisco trabaja con sus manos
y quiere que todos los hermanos hagan igual. Cuando falte el trabajo, recurran
a la limosna: «Yo -dice Francisco en su Testamento- trabajaba con mis manos, y
quiero trabajar; y quiero firmemente que todos los otros hermanos trabajen en
trabajo que conviene al decoro. Los que no saben, que aprendan, no por la
codicia de recibir el precio del trabajo, sino por el ejemplo y para rechazar
la ociosidad. Y cuando no se nos dé el precio del trabajo, recurramos a la mesa
del Señor, pidiendo limosna de puerta en puerta» (Test 20-22). En verdad, Dios
es el gran limosnero. En sus manos nos encontramos. Es Él quien nos convida a
su mesa generosa. Y Francisco añade para sus frailes: «Y séales permitido tener
las herramientas e instrumentos convenientes para sus oficios» (1 R 7,9).
En los comienzos de
la Fraternidad, cuando eran muy pocos los hermanos, no tenían vivienda estable.
En su vida de predicadores ambulantes hallaban refugio donde podían: puertas de
entrada de las ciudades, casas de campo o abandonadas y, con predilección, las
iglesias: «Y muy gustosamente permanecíamos en las iglesias. Y éramos iletrados
y súbditos de todos» (Test 18-19). Al aumentar el número de hermanos considerablemente,
se hubo de introducir el noviciado y el estudio; la nueva relación de
obediencia en las fraternidades exigía tener casas, pero sin establecerse en
ellas como si fuesen de su propiedad.
Menores y pobres
entre los pobres, los hermanos de Francisco han de sentirse contentos de
convivir con los más queridos por Cristo, su imagen humillada y despreciada: «Y
deben gozarse cuando conviven con gente de baja condición y despreciada, con
los pobres y débiles, y con los enfermos y leprosos, y con los mendigos de los
caminos» (1 R 9,2). Sin embargo, han de esforzarse por ayudarlos y socorrerlos;
así dirá incluso: «Los hermanos, en caso de evidente necesidad de los leprosos,
pueden pedir limosna para ellos» (1 R 8,10). Los hermanos han de discernir cómo
ayudar en cada caso a los pobres con los medios de que disponen.
[Cf. el texto
completo en Selecciones de Franciscanismo, n. 52 (1989) 131-147]
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