jueves, 19 de julio de 2012

El Evangelio de San Francisco: Pobreza y Alegría (I)

Por Victoriano Casas García, OFM

Conmovido y seducido por la pobreza de Cristo pobre

Los movimientos pauperistas del tiempo de Francisco veían el paradigma de su vida pobre en la vida de los apóstoles y la de la primitiva comunidad de Jerusalén. Francisco, en cambio, tenía ante sus ojos, sobre todo, la vida pobre de Cristo pobre. Esto es lo que conmovió e impresionó a este joven burgués y rico. Lo «alcanzó» tanto que en él produjo un profundo sentimiento de participación emocional y cordial.


Jesús no es sólo el Mesías de los pobres. El Cristo es verdaderamente pobre. La pobreza no puede separarse de la persona, de la vida y de la acción salvadora de Cristo. La santa pobreza emerge por encima de todas las demás virtudes, al tiempo que es su fundamento, ya que «el mismo Hijo de Dios, "el Señor de las virtudes y el Rey de la gloria", sintió por ella una predilección especial, la buscó y la encontró "cuando realizaba la salvación en medio de la tierra"» (Sacrum Commercium 2).

Cristo pobre cautivó el pensamiento de Francisco. A lo largo de su vida él se entregó a vivir según el ejemplo suyo. «Por eso, el bendito Francisco, como verdadero imitador y discípulo del Salvador, en los comienzos de su conversión se entregó con gran amor a la búsqueda de la santa pobreza, deseoso de encontrarla y decidido a hacerla suya» (SC 4). Francisco se mueve plenamente en sus sentimientos desde los sentimientos de Cristo Jesús pobre y despojado (Flp 2,5-8). No ha sido una teología sistemática, reflexionada y ofrecida por él, sino el encuentro personal y determinante con Cristo lo que ha llevado a Francisco a vivir y a enseñar así. Desde el espíritu y la vida de Cristo, la pobreza evangélica despliega todo su significado y sentido histórico y salvífico. Lo que a él le ha sido revelado como «forma de vida», él lo ofrece a sus hermanos como experiencia a hacer.

Con una desconcertante frescura nos sorprende en la vida de Francisco la iniciativa de Dios. La fuente inagotable, invisible y, a la vez, deslumbrante, de su vocación, de su invitación y de su inaudito protagonismo es el corazón abierto de Dios amor, de Dios salvador y de Dios señor y dador de vida. Francisco sabía que lo más que le puede pasar a un hombre se llama Dios. Fue Él el que lo llamó por su nombre. Fue Él quien primero lo amó. Francisco estaba inundado del sol nuevo de aquella mañana que se alzó en su vida torturada y perdida cuando él se decidió a responder gozosamente a Aquel que lo llamaba desde el Crucifijo de San Damián: «De muy buena gana lo haré, Señor» (TC 13).

La conciencia que él tiene de sí mismo y de sus hermanos es de que «para esto os ha enviado el Hijo de Dios al mundo entero, para que de palabra y de obra deis testimonio de su voz y hagáis saber a todos que no hay omnipotente sino él» (CtaO 9). Francisco, antes rico y elegante, ahora andrajoso y feliz, permanece fiel a su identidad de ser voz de Cristo, su mensajero, su heraldo, también cuando los ladrones lo encuentren cantando por el bosque en lengua francesa alabanzas al Señor. Él, como hombre que ha nacido otra vez, responde: «Soy el pregonero del gran Rey», y «sacudiéndose la nieve, de un salto se puso fuera de la hoya, a donde lo habían arrojado, y, reventando de gozo, comenzó a proclamar a plena voz, por los bosques, las alabanzas del Creador de todas las cosas» (1 Cel 16).

El encuentro con Jesucristo fue tan conmovedor, que la vida de Francisco anduvo al ritmo de la juventud de Dios. Esta fuente de agua viva, que le fue dada gratis (Jn 4,10.14), hizo que él y sus hermanos se percibiesen como «un nuevo y pequeño pueblo», que se siente contento con tener solamente a Jesucristo, Altísimo y Glorioso (EP 26). Tal es su contento que no quiere tener ninguna otra cosa bajo el cielo, al haber elegido él y sus hermanos la dicha y bienaventuranza de la altísima pobreza, que es la persona de Jesucristo, exclusivamente y para siempre (2 R 6,2-7). La felicidad de este hombre pobre lo convierte a él y a sus hermanos en «juglares de Dios, el Señor», capaces de cantar desde la Palabra de Dios todas las demás palabras, descubiertas y oídas en el misterio de las criaturas y en el corazón de los hombres, a los que desean, como única recompensa, que acepten la dicha de vivir en la conversión sincera, abiertos al gozo espiritual.

Menores y pobres, conviviendo entre los despreciados y débiles

Ser pobre y vivir pobre significa no considerarse ni colocarse como centro. Quien retiene la propia voluntad como propiedad inalienable se enaltece hasta el punto de considerarse autosuficiente. La experiencia y enseñanza fundamental de Francisco es: Todo bien es propiedad de Dios. Dios realiza el bien y lo manifiesta por medio del hombre, su instrumento. El corazón de la pobreza franciscana es un acontecimiento que se da en lo íntimo del hombre, referido a su encuentro fascinante con la zarza ardiente de Dios (Éx 3). Restituir todo a Dios es reconocer en todo y siempre el reinado de Dios en nuestra existencia; es la rica y feliz experiencia de despojamiento y pobreza. Todo es don de Dios, también nosotros mismos y nuestros hermanos los hombres. El Altísimo, Señor Dios, es quien dice y hace todo bien (Adm 7,4; 8,3).

El despojamiento y la desnudez espiritual es ciertamente exigencia de la pobreza. Elegir la pobreza, entregar todo lo que uno tiene como propio llevó a Francisco evidentemente a pedir a los hombres con una gran formación científica que deseban entrar en la Fraternidad franciscana, el renunciar a su ciencia para seguir a Cristo pobre y crucificado en la desnudez de su cruz (cf. 2 Cel 194). Francisco no es un hombre de ciencia, es decir, no se expresa con el lenguaje de la mediación cultural. Para él la sabiduría está personalizada, no siendo por lo mismo ni una doctrina ni una conclusión de la misma, ya que en este caso sólo los doctos y cultos la poseerían, mientras que los simples no tendrían jamás acceso a ella. La sabiduría para Francisco es más bien una relación con la persona de Jesús, el Hijo de Dios, es tenerlo incrustado en la médula y los huesos, es estar vestido de Él. Esto no se realiza en el plano del puro conocimiento, sino acogiendo y recibiendo el cuerpo y la sangre de Cristo y actuando el bien mediante la conversión (cf. 1CtaF 2,8; 2CtaF 67).

Ser pobre es vestir pobremente (Test 16-18). El pobre, a diferencia del rico, propietario, no tiene otro recurso para vivir sino el propio trabajo. Francisco trabaja con sus manos y quiere que todos los hermanos hagan igual. Cuando falte el trabajo, recurran a la limosna: «Yo -dice Francisco en su Testamento- trabajaba con mis manos, y quiero trabajar; y quiero firmemente que todos los otros hermanos trabajen en trabajo que conviene al decoro. Los que no saben, que aprendan, no por la codicia de recibir el precio del trabajo, sino por el ejemplo y para rechazar la ociosidad. Y cuando no se nos dé el precio del trabajo, recurramos a la mesa del Señor, pidiendo limosna de puerta en puerta» (Test 20-22). En verdad, Dios es el gran limosnero. En sus manos nos encontramos. Es Él quien nos convida a su mesa generosa. Y Francisco añade para sus frailes: «Y séales permitido tener las herramientas e instrumentos convenientes para sus oficios» (1 R 7,9).

En los comienzos de la Fraternidad, cuando eran muy pocos los hermanos, no tenían vivienda estable. En su vida de predicadores ambulantes hallaban refugio donde podían: puertas de entrada de las ciudades, casas de campo o abandonadas y, con predilección, las iglesias: «Y muy gustosamente permanecíamos en las iglesias. Y éramos iletrados y súbditos de todos» (Test 18-19). Al aumentar el número de hermanos considerablemente, se hubo de introducir el noviciado y el estudio; la nueva relación de obediencia en las fraternidades exigía tener casas, pero sin establecerse en ellas como si fuesen de su propiedad.

Menores y pobres entre los pobres, los hermanos de Francisco han de sentirse contentos de convivir con los más queridos por Cristo, su imagen humillada y despreciada: «Y deben gozarse cuando conviven con gente de baja condición y despreciada, con los pobres y débiles, y con los enfermos y leprosos, y con los mendigos de los caminos» (1 R 9,2). Sin embargo, han de esforzarse por ayudarlos y socorrerlos; así dirá incluso: «Los hermanos, en caso de evidente necesidad de los leprosos, pueden pedir limosna para ellos» (1 R 8,10). Los hermanos han de discernir cómo ayudar en cada caso a los pobres con los medios de que disponen.

[Cf. el texto completo en Selecciones de Franciscanismo, n. 52 (1989) 131-147]

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