Francisco,
maestro de oración (I)
Ya los
primeros hermanos pidieron encarecidamente a san Francisco que «les enseñara a
orar». Francisco aceptó seriamente esta petición y se volcó a la tarea de
educar a sus hermanos en la oración vocal y mental, invitándoles a dedicarse
con celo a la oración desinteresada. En las Reglas les inculcó repetidamente
este deber: «Por eso, los siervos de Dios deben perseverar siempre en la oración
o en alguna obra buena» (1 R 7,12). Dado que el trabajo, sin excluir el manual,
ocupaba un gran papel en la vida de los Hermanos Menores y, por ello, existía
el riesgo de que los hermanos se perdieran en sus ocupaciones, malogrando con
ello la unión viva con Dios, Francisco determinó en la Regla definitiva la
exhortación áurea, valedera para siempre, que Clara transcribió para sus
hermanas: «Los hermanos a quienes el Señor ha dado la gracia de trabajar,
trabajen fiel y devotamente, de tal suerte que, desechando la ociosidad,
enemiga del alma, no apaguen el espíritu de la santa oración y devoción, al
cual las demás cosas temporales deben servir» (2 R 5,1-2; RCl 7).
Además, la
carta de san Francisco a san Antonio de Padua nos demuestra que, con la anterior
exhortación, Francisco no se refería únicamente al trabajo manual. Dice, en
efecto: «Me agrada que enseñes sagrada teología a los hermanos, con tal que, en
el estudio de la misma, no apagues el espíritu de oración y devoción, como se
contiene en la Regla». Francisco quiere, por tanto, que cualquier trabajo y
cualquier ocupación de sus hermanos estén impregnados por el espíritu de
oración y que éstos, en todo cuanto hacen, se consagren por entero a Dios, para
convertirse en un único sacrificio a Dios y, así, darle gloria.
Con esto
queda ya expuesto lo esencial sobre la enseñanza de san Francisco respecto a la
oración. Se trata, ante todo, de que el hombre, completamente purificado, se
vacíe de sí mismo para que Dios pueda tomar posesión plena de él; Francisco
expresa esto de forma inimitablemente breve en la Regla a los hermanos -y Clara
repite con fidelidad estas palabras a sus hermanas-: «Los hermanos atiendan a
que sobre todas las cosas deben desear tener el Espíritu del Señor y su santa
operación, orar siempre a él con puro corazón...» (2 R 10,8-9; RCl 10).
Tanto
Francisco como Clara exponen en el mismo capítulo con gran concretez en qué
consiste dicha «pureza de corazón»: «Amonesto de veras y exhorto en el Señor
Jesucristo que se guarden los hermanos de toda soberbia, vanagloria, envidia,
avaricia, cuidado y solicitud de este siglo, detracción y murmuración». Cuando
estos vicios se señorean en la vida de un hombre, manifiestan con toda
evidencia que dicho hombre es egoísta y que todo su pensar, sus aspiraciones y
su actuar giran en torno al propio yo y que, por tanto, se encuentra dominado
por el espíritu impuro del propio yo, por el «espíritu de la carne», como lo
llama Francisco. Por el contrario, cuanto más domina el hombre redimido los
vicios aquí enumerados, tanto más libremente y sin impedimentos puede el
Espíritu del Señor llenar a este hombre, porque reza con puro corazón.
Francisco
había expuesto este pensamiento con más detalle en la Regla no bulada: «Mas en
la santa caridad que es Dios, ruego a todos los hermanos que, removido todo
impedimento y pospuesta toda preocupación y solicitud, del mejor modo que
puedan, hagan servir, amar, honrar y adorar al Señor Dios con corazón limpio y
mente pura, que es lo que él busca sobre todas las cosas; y hagámosle siempre
allí habitación y morada a aquél que es Señor Dios omnipotente, Padre e Hijo y
Espíritu Santo» (1 R 22,26-27). A la unión del hombre con Dios precede, pues,
la pureza de corazón, el desprendimiento de sí mismo y de todo lo que no es de
Dios.
[En Selecciones
de Franciscanismo, vol. III, núm. 8 (1974) 174-181]
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