miércoles, 25 de julio de 2012

La Oración, desarrollo de la «Vida de Penitencia» (II)

Por Kajetan Esser - Engelbert Grau, OFM

Francisco, maestro de oración (I)

Ya los primeros hermanos pidieron encarecidamente a san Francisco que «les enseñara a orar». Francisco aceptó seriamente esta petición y se volcó a la tarea de educar a sus hermanos en la oración vocal y mental, invitándoles a dedicarse con celo a la oración desinteresada. En las Reglas les inculcó repetidamente este deber: «Por eso, los siervos de Dios deben perseverar siempre en la oración o en alguna obra buena» (1 R 7,12). Dado que el trabajo, sin excluir el manual, ocupaba un gran papel en la vida de los Hermanos Menores y, por ello, existía el riesgo de que los hermanos se perdieran en sus ocupaciones, malogrando con ello la unión viva con Dios, Francisco determinó en la Regla definitiva la exhortación áurea, valedera para siempre, que Clara transcribió para sus hermanas: «Los hermanos a quienes el Señor ha dado la gracia de trabajar, trabajen fiel y devotamente, de tal suerte que, desechando la ociosidad, enemiga del alma, no apaguen el espíritu de la santa oración y devoción, al cual las demás cosas temporales deben servir» (2 R 5,1-2; RCl 7).


Además, la carta de san Francisco a san Antonio de Padua nos demuestra que, con la anterior exhortación, Francisco no se refería únicamente al trabajo manual. Dice, en efecto: «Me agrada que enseñes sagrada teología a los hermanos, con tal que, en el estudio de la misma, no apagues el espíritu de oración y devoción, como se contiene en la Regla». Francisco quiere, por tanto, que cualquier trabajo y cualquier ocupación de sus hermanos estén impregnados por el espíritu de oración y que éstos, en todo cuanto hacen, se consagren por entero a Dios, para convertirse en un único sacrificio a Dios y, así, darle gloria.

Con esto queda ya expuesto lo esencial sobre la enseñanza de san Francisco respecto a la oración. Se trata, ante todo, de que el hombre, completamente purificado, se vacíe de sí mismo para que Dios pueda tomar posesión plena de él; Francisco expresa esto de forma inimitablemente breve en la Regla a los hermanos -y Clara repite con fidelidad estas palabras a sus hermanas-: «Los hermanos atiendan a que sobre todas las cosas deben desear tener el Espíritu del Señor y su santa operación, orar siempre a él con puro corazón...» (2 R 10,8-9; RCl 10).

Tanto Francisco como Clara exponen en el mismo capítulo con gran concretez en qué consiste dicha «pureza de corazón»: «Amonesto de veras y exhorto en el Señor Jesucristo que se guarden los hermanos de toda soberbia, vanagloria, envidia, avaricia, cuidado y solicitud de este siglo, detracción y murmuración». Cuando estos vicios se señorean en la vida de un hombre, manifiestan con toda evidencia que dicho hombre es egoísta y que todo su pensar, sus aspiraciones y su actuar giran en torno al propio yo y que, por tanto, se encuentra dominado por el espíritu impuro del propio yo, por el «espíritu de la carne», como lo llama Francisco. Por el contrario, cuanto más domina el hombre redimido los vicios aquí enumerados, tanto más libremente y sin impedimentos puede el Espíritu del Señor llenar a este hombre, porque reza con puro corazón.

Francisco había expuesto este pensamiento con más detalle en la Regla no bulada: «Mas en la santa caridad que es Dios, ruego a todos los hermanos que, removido todo impedimento y pospuesta toda preocupación y solicitud, del mejor modo que puedan, hagan servir, amar, honrar y adorar al Señor Dios con corazón limpio y mente pura, que es lo que él busca sobre todas las cosas; y hagámosle siempre allí habitación y morada a aquél que es Señor Dios omnipotente, Padre e Hijo y Espíritu Santo» (1 R 22,26-27). A la unión del hombre con Dios precede, pues, la pureza de corazón, el desprendimiento de sí mismo y de todo lo que no es de Dios.

[En Selecciones de Franciscanismo, vol. III, núm. 8 (1974) 174-181]

No hay comentarios.:

Publicar un comentario