domingo, 8 de julio de 2012

La vida del Evangelio (IV)

Por Julio Micó, O.f.m.Cap.

Las Bienaventuranzas

Los textos evangélicos de misión son ciertamente configuradores del movimiento franciscano. Pero existe más allá de ellos un sustrato que explica su talante y su conducta, y que no es otro más que el espíritu de las Bienaventuranzas. Sobre todo las Admoniciones de Francisco son un ejemplo, detallado y sutil, de este espíritu que resulta incomprensible para el que no lo vive desde dentro. Las Bienaventuranzas resultan escandalosas porque describen al hombre nuevo que nos ofrece Jesús completamente enfrentado con el proyecto de hombre que nosotros nos hemos forjado; de ahí que aceptar la confrontación, tomando como árbitro el texto de las Bienaventuranzas, ponga a prueba la calidad de nuestra fe.

A través de las Admoniciones, en especial las que comienzan con el término beatus (dichoso o bienaventurado) y que algunos autores han calificado de bienaventuranzas franciscanas, se va dibujando el verdadero perfil del seguidor de Jesús. El que es capaz de tomar estas actitudes está ya en el camino nuevo que Jesús anuncia como querido por Dios; de ahí que sea ya dichoso porque está viviendo la realidad que sólo la utopía nos puede proporcionar.

En este sentido, son dichosos los que tratan de mantener un corazón transparente, de modo que puedan relativizar lo terreno y buscar a Dios por encima de todo para adorarle y contemplarle. El Evangelio es el lugar donde se nos manifiestan las palabras y las obras del Señor, para que las practiquemos y arrastremos a los demás a descubrirlas con alegría. Al leer el Evangelio con una mirada transparente, descubrimos que la pobreza va más allá del no tener cosas, hasta anidar en el fondo mismo de nuestra persona. Si nos reconocemos pobres, deberemos referirlo todo al Señor, sin retener para nosotros nada de nosotros mismos. Sólo así seremos capaces de discernir el obrar de Dios a través de nosotros, sin apropiárnoslo, agradeciendo igualmente lo que el Señor hace por medio de los demás. El que se sabe verdaderamente pobre, acepta las correcciones de los propios fallos, sin pretender ocultarlos con justificaciones innecesarias, ya que no teme perder su imagen ante los demás, sino que trata de servir a todos con humildad, ya sea simple súbdito o se le ponga en un cargo de responsabilidad.

Tratar de seguir a Jesús hasta el final lleva consigo el compartir su mismo destino de persecución, sufrimiento y cruz; el que sabe mantener la paz cuando llegan los momentos conflictivos va por el buen camino del Reino. Pero este camino nunca se anda solo, sino siempre en fraternidad. El reconocimiento de la fraternidad humana lleva consigo el soportarse unos a otros, amándose y respetándose tanto en las ausencias como cuando se está juntos, y preocupándose del hermano enfermo con el mismo interés que si estuviera sano. Comunicar con discreción la obra del Señor en el propio camino espiritual puede ser una ayuda para recorrerlo con fidelidad; pero el que utiliza indiscretamente los favores que el Señor le hace para fanfarronear de su santidad, colocándose orgullosamente por encima de los demás, es que no sabe verdaderamente lo que significa seguir a Jesús.

El poder vivir las Bienaventuranzas es un don que se nos ofrece a través de la Iglesia. El Evangelio sólo es posible vivirlo en su seno; de ahí que las mediaciones, la jerarquía entre ellas, sean la única forma de clarificar el camino del seguimiento. Aceptarlas, sin escandalizarse por su posible falta de transparencia, es abrirse al hecho misterioso de la propia encarnación de Jesús, traspasando la densidad de la carne para descubrir al Dios que nos invita a una transformación de nuestra forma de ser, y pensar para vivir en plenitud la humanidad nueva que nos aporta el Reino.

Descubrir que la pobreza nos convierte en herederos y reyes del Reino, supone buscar continuamente la voluntad de Dios para amarlo y adorarlo con un corazón puro. Así pueden ir los hermanos por el mundo sin despreciar ni juzgar a nadie por vestir o comer lujosamente, caminando con humildad como anunciadores de la paz. Tratar de vivir según el espíritu de las Bienaventuranzas comporta enfrentarse con el mal. En tal caso hay que amar a los enemigos y hacer bien a los que nos odian, como hizo el mismo Jesús. Sólo así serán dignos de seguirle, configurando ese nuevo talante de vida que es el ser cristiano.

Francisco fue capaz de apostar por esa forma de vida; de ahí que su persona se nos presente como una mezcla de fascinación y temor, porque, en el fondo, nos está interpelando para que caminemos por este sendero incomprensible y duro, a la vez que plenificador, de las Bienaventuranzas.


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