martes, 24 de julio de 2012

La oración, desarrollo de la «Vida de Penitencia» (I)

Por Kajetan Esser - Engelbert Grau, OFM

Francisco, hombre de oración

Fiel seguidor de Cristo, san Francisco se esforzó por conformar en todo su vida a la del Señor, también en la oración. Por eso fue un hombre de oración y su vida fue un modelo de comunión con el Dios Altísimo. Más aún, a requerimiento de sus hermanos, él supo enseñarles este "arte" maravilloso, tanto en sus líneas esenciales como en sus detalles prácticos.


San Francisco se convirtió en un gran hombre de oración, al vivir según la forma del santo Evangelio y no buscar otra cosa que seguir con toda sencillez las huellas del Señor y asemejarse cada vez más a Él. En efecto, el Señor, durante su vida en la tierra, no sólo predicó y atendió a las necesidades de los hombres con misericordia infatigable sino que, como nos relatan los evangelistas, se reservó siempre tiempo para orar al Padre: «Después de despedir a la gente, subió al monte a solas para orar. Al atardecer estaba solo allí» (Mt 14,23). «De madrugada, cuando todavía estaba muy oscuro, se levantó, salió y fue a un lugar solitario, donde se puso a orar» (Mc 1,35). «Una vez que Jesús estaba orando solo, lo acompañaban sus discípulos y les preguntó: "¿Quién dice la gente que soy yo?"» (Lc 9,18). «Y se apartó de ellos como un tiro de piedra, y puesto de rodillas oraba» (Lc 22,41).

Francisco, que siempre miraba a Cristo y en todo se orientaba según su ejemplo, se sentía obligado por este modo de obrar del Señor y se entregaba de continuo a la oración. La oración informaba de tal manera su vida y configuraba de tal suerte a todo el hombre Francisco, que Tomás de Celano pudo decir de él: «Así, hecho todo él no ya sólo orante, sino oración, enderezaba todo en él -mirada interior y afectos- hacia lo único que buscaba en el Señor» (2 Cel 95).

«Su preocupación máxima era la de ser libre de cuanto hay en el mundo, para que, ni por un instante, pudiera el más ligero polvillo empañar la serenidad de su alma. Permanecía insensible a todo estrépito del exterior y ponía toda su alma en tener recogidos los sentidos exteriores y en dominar los movimientos del ánimo, para darse sólo a Dios... Por esto escogía frecuentemente lugares solitarios, para dirigir su alma totalmente a Dios; sin embargo, no eludía perezosamente intervenir, cuando lo creía conveniente, en los asuntos del prójimo y dedicarse de buen grado a su salvación. Su puerto segurísimo era la oración; pero no una oración fugaz, ni vacía, ni presuntuosa, sino una oración prolongada, colmada de devoción y tranquilidad en la humildad. Podía comenzarla al anochecer y con dificultad la habría terminado a la mañana; fuese de camino o estuviese quieto, comiendo o bebiendo, siempre estaba entregado a la oración. Acostumbraba salir de noche a solas para orar en iglesias abandonadas y aisladas; bajo la divina gracia, superó en ellas muchos temores y angustias de espíritu» (1 Cel 71).

«En verdad que su perseverancia era suma y a nada atendía fuera de las cosas de Dios» (1 Cel 72). «Cuando oraba en selvas y soledades, llenaba de gemidos los bosques, bañaba el suelo en lágrimas, se golpeaba el pecho con la mano» (2 Cel 95); Francisco se entregaba por entero a la oración, oraba realmente a Dios «con cuerpo y alma». «Con toda el alma anhelaba con ansia a su Cristo; a éste se consagraba todo él, no sólo en el corazón, sino en el cuerpo» (2 Cel 94).

El contenido de su oración era «un diálogo con su Señor». Tomás de Celano ha descrito este diálogo con inimitable concisión: «Allí hablaba muchas veces con su Señor. Allí respondía al Juez, oraba al Padre, conversaba con el Amigo, se deleitaba con el Esposo» (2 Cel 95). Todas estas relaciones vitales del hombre cristiano para con Dios formaban la oración del Santo y fueron contenido y fin de la misma. «Para convertir en formas múltiples de holocausto las intimidades todas más ricas de su corazón, reducía a suma simplicidad lo que a los ojos se presentaba múltiple» (2 Cel 95). En dicha oración era poseído completamente por Dios: «Rumiaba muchas veces en su interior sin mover los labios, e, interiorizando todo lo externo, elevaba su espíritu a los cielos. Así, hecho todo él no ya sólo orante, sino oración, enderezaba todo en él -mirada interior y afectos- hacia lo único que buscaba en el Señor» (2 Cel 95).

[En Selecciones de Franciscanismo, vol. III, núm. 8 (1974) 174-181]

No hay comentarios.:

Publicar un comentario