viernes, 20 de julio de 2012

El Evangelio de San Francisco: Pobreza y Alegría (II)

Por Victoriano Casas García, OFM

La alegría y generosidad de Francisco

La alegría junto con la pobreza son las dos características espirituales de la concepción franciscana de la vida. Francisco fue un joven «alegre y generoso» (TC 2). La simplicidad es la fuente de donde bebe su agua el gozo profundo y permanente, que es el rostro puro de la alegría. Y Francisco fue un hombre simple, a la vez que dotado de una intensa emotividad: gozaba con una flor, temía ser incomprendido, tenía una sensibilidad extremadamente vulnerable, manifestaba antipatías y simpatías, con gusto se mostraba compasivo y servicial, era siempre veraz y auténtico, dispuesto siempre a dar a todo aquel que le pidiese por amor de Dios. Alegre, jovial, espontáneo en sus reacciones y firme en sus decisiones tomadas.


De carácter apasionado, dominado por la emotividad, fue un ideal-pasión el que unificó todas sus energías emotivas, llevándole al manantial puro de la simplicidad, del que brotaba cristalina y fresca la alegría. Es sensible a los colores y a los vestidos preciosos. En su juventud gustaba con agrado los platos exquisitos. Todavía, despojado, libre y enfermo, antes de morir, desea comer un dulce que le preparaba la señora fray Jacoba. Junto a sus manifestaciones de profunda bondad tenía signos de gran ternura.

Tenía su personalidad un rasgo fundamental, que manifestó con frecuencia en su vida: el sentido de lo concreto, que lo hacía alejarse de toda abstracción y de toda evasión, del teorizar y del huir del compromiso. «Y éramos iletrados», dice en su Testamento.

La seducción de Dios, en el encuentro con Cristo pobre, llevó a Francisco a la conversión absoluta. Este acontecimiento radical y determinante produjo en él un cambio de valores, sin causar, con todo, trastorno alguno en la estructura de su carácter. Su emotividad ardiente seguía tan viva; ahora ya unificada y centrada en el ideal-pasión, merced a las revelaciones del Señor y a sus esfuerzos, hace que Francisco se afirme cada día con más seguridad. Un día, estando en el castillo de Montefeltro, «donde a la sazón se estaba celebrando un gran convite y cortejo con ocasión de ser armado caballero uno de los condes..., al enterarse Francisco de que había allí tal fiesta y de que se habían reunido muchos nobles de diversos países, dijo al hermano León: "Subamos a esta fiesta; puede ser que, con la ayuda de Dios, hagamos algún fruto espiritual..."; lleno de fervor y espíritu, se subió a un poyo y se puso a predicar, proponiendo este tema en lengua vulgar: Es tanto el bien que espero, que toda pena es para mí un placer» (Ll 1). Este tema era una canción de trovadores.

Este sumo bien para Francisco no es un ideal abstracto; es el Dios vivo, del que él oyó su voz ante el Crucifijo de San Damián. Este hombre en verdad se siente conquistado, «alcanzado» por Jesucristo. Todos los elementos de su persona entran en un proceso de unificación y de reconciliación. Su emotividad ha sido hondamente afectada y su coraje y espontaneidad le llevan a entregarse a lo que Cristo le va revelando: «Y al apartarme de los leprosos, aquello que me parecía amargo, se me convirtió en dulzura del alma y del cuerpo; y después me detuve un poco, y salí del siglo» (Tes 3).

Francisco no soportaba las contradicciones. Ahora se siente lleno de gozo cuando lo llaman loco: «Soy el pregonero del gran Rey»; «Descansa, rústico pregonero de Dios», le replican los ladrones (1 Cel 16). Su espíritu se va poco a poco simplificando y purificando, al tiempo que su gozo va creciendo. Él, que era un ambicioso de vanagloria, ahora sólo lo es de pobreza y humildad: «Y después que el Señor me dio hermanos, nadie me ensañaba qué debía hacer, sino que el Altísimo mismo me reveló que debía vivir según la forma del santo Evangelio... Y aquellos que venían a tomar esta vida, daban a los pobres todo lo que podían tener; y estaban contentos con una túnica, el cordón y los paños menores. Y no queríamos tener más» (Test 14-17). Ya no se preocupa de vestidos preciosos y de platos exquisitos; al contrario, ni siquiera desea juzgar y tanto menos condenar a gente que vive así: «Amonesto y exhorto a todos mis hermanos que no desprecien ni juzguen a los hombres que ven vestidos de telas suaves y de colores, usar manjares y bebidas delicadas, sino más bien que cada uno se juzgue y desprecie a sí mismo» (2 R 2,17).

[Cf. el texto completo en Selecciones de Franciscanismo, n. 52 (1989) 131-147]


«Dios, el solo bueno, piadoso, manso, suave y dulce»

Pobreza y alegría están unidas en la experiencia de Francisco al brotar de la misma disposición fundamental de fe ante Dios, el Sumo Bien, suma suficiencia, al que uno se abandona con adhesión personal y, por lo mismo, amorosa. De aquí surge la originalidad de vida y la felicidad franciscana: dichosos en una situación de pobreza, seguros sin apoyo alguno en esta tierra, trabajando sin el agobio de la paga y de la codicia, creando desde el no-poder un orden social y humano nuevos. La coherencia sencilla lleva a vivir la fe en las situaciones diversas del vivir cotidiano. Saberse amado de Dios puebla de gozo el corazón y la vida de Francisco. Felicidad, bien total, dulzura..., eso es Dios para Francisco. Dios es suficiente, basta a suficiencia, el resto sobra.

Las cosas continúan siendo necesarias para la vida humana, pero han sido, por lo mismo, ya relativizadas. Dios es la felicidad, porque Él es lo más que le puede pasar a uno. Todo lo demás es un añadido. Francisco afirma y canta a cada paso la exclusividad de Dios: «Ninguna otra cosa deseemos, ninguna otra queramos, ninguna otra nos plazca y deleite, sino nuestro Creador y Redentor y Salvador, el solo verdadero Dios, que es pleno bien, todo bien, total bien, verdadero y sumo bien, que es el solo bueno, piadoso, manso, suave y dulce, que es el solo santo, justo, verdadero, santo y recto, que es el solo benigno, inocente, puro, de quien y por quien y en quien es todo el perdón, toda la gracia, toda la gloria de todos los penitentes y de todos justos, de todos los bienaventurados que gozan juntos en los cielos» (1 R 23,9).

Si Dios es el único señor, nadie puede ejercer dominio sobre nadie. Francisco no contempla esto como conclusiones o propuestas ascéticas, sino como evidencias sencillas del Evangelio: «Y ninguno se llame prior, sino todos sin excepción llámense hermanos menores. Y el uno lave los pies del otro» (1 R 6,3-4; Jn 13,14). «Igualmente, ninguno de los hermanos tenga en cuanto a esto potestad o dominio, máxime entre ellos» (1 R 5,9). El problema y el movimiento de igualdad se forma, en general, de abajo arriba mediante un esfuerzo de promoción de uno mismo y de abajamiento de los demás. En la minoridad franciscana el movimiento es «al revés»: de arriba a abajo. Y esto simplemente porque ante la infinita altura del Altísimo, omnipotente, buen señor, todos se sienten pequeños y sin relieve alguno. Desaparecen así los complejos neuróticos de superioridad e inferioridad. Esta inversión de cosas es una exigencia evidente de una fe vivida en simplicidad, realizable, como lo ha mostrado Francisco.

La misma realidad se verifica en la obediencia. Porque Dios es el Señor, su voluntad se convierte en una obsesión para Francisco. La obediencia no es tanto una actitud con vistas a la comunidad, como una actitud en relación con Dios. Es una sensibilidad hacia su gloria y hacia su querer. Siendo esto así, la obediencia no se limita a los superiores, sino que se da allí donde se manifiesta la voluntad de Dios: obediencia de los hermanos unos hacia otros (obediencia fraterna recíproca): «Sírvanse y obedézcanse los hermanos unos a otros de buen grado» (1 R 5,14). Obediencia a toda criatura humana: «... no promuevan disputas y controversias, sino que se sometan a toda humana criatura por Dios y confiesen que son cristianos» (1 R 16,6). Obediencia a las criaturas irracionales y a los acontecimientos: «Y ruego al hermano enfermo que por todo dé gracias al Creador; y que desee estar tal como el Señor le quiere, sano o enfermo...» (1 R 10,3).

[Cf. el texto completo en Selecciones de Franciscanismo, n. 52 (1989) 131-147]

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