Aplicaciones (I)
Francisco es maestro para sus seguidores no sólo
en lo tocante a los puntos fundamentales, las condiciones y las actitudes de la
oración, sino que también les transmite importantes indicaciones para su misma
oración práctica.
1. La mayor parte de las oraciones que nos han llegado
de Francisco son oraciones de glorificación y de alabanza.
Exhorta una y otra vez a alabar y glorificar al Altísimo. Alabar y glorificar a
Dios «por sí mismo» es lo más sublime que puede y debe hacer el hombre. Toda la
vida del franciscano debe ser precisamente un cántico constante de alabanza a
Dios y debe estimular a todos los hombres a esta alabanza del Señor: «Tal
debería de ser el comportamiento de los hermanos entre los hombres -decía
Francisco-, que cualquiera que los oyera o viera, diera gloria al Padre
celestial y le alabara devotamente» (TC 58). Para ello es esencialmente
necesario que esta alabanza divina encuentre de continuo su expresión inmediata
en la oración. La repetida exhortación del santo fundador a esta clase de
oración debe constituir un deber para sus hermanos y hermanas.
La oración de alabanza se convierte también en
oración de reparación: «Y cuando veamos u oigamos decir o hacer el mal o
blasfemar contra Dios, nosotros bendigamos y hagamos bien y alabemos a Dios,
que es bendito por los siglos» (1 R 17,19). Aquí se entreabre una posibilidad
que, por cierto, se tiene muy poco en cuenta, pero que según la intención del
Santo habrá que tenerla siempre presente. La oración de alabanza alcanza su
grado más sublime en el acto de adoración, en el cual insiste también
Francisco a sus hermanos con harta frecuencia; pero el hombre sólo puede adorar
a Dios en el amor y con una ilimitada pureza de corazón. En esto nunca se podrá
hacer bastante, porque Dios busca esto por encima de todo: «Por consiguiente,
amemos a Dios y adorémoslo con corazón puro y mente pura, porque él mismo,
buscando esto sobre todas las cosas, dijo: Los verdaderos adoradores
adorarán al Padre en espíritu y verdad... Y digámosle alabanzas y oraciones
día y noche diciendo: Padre nuestro, que estás en el cielo, porque es
preciso que oremos siempre y que no desfallezcamos» (2CtaF 19-21).
La oración de acción de gracias y de petición
no debe emplearse, en primer lugar, para las necesidades, preocupaciones o
deseos personales de mayor o menor importancia, sino que debe orientarse más
bien a las grandes preocupaciones del Reino de Dios y del acontecimiento
salvífico, a fin de que en todo y por todo sea glorificado Dios por sí mismo.
Precisamente Francisco deseaba especialmente que los suyos dieran gracias a Dios
«por sí mismo»: «El mismo altísimo y sumo, solo Dios verdadero, tenga y a él se
le tributen y él reciba todos los honores y reverencias, todas las alabanzas y
bendiciones, todas las gracias y gloria, de quien es todo bien, solo el cual es
bueno» (1 R 17,18; 1 R 23).
El objeto de la oración de petición debe
constituirlo ante todo las necesidades del tiempo y del mundo, de la Iglesia,
del Reino de Dios, a fin de que la glorificación de Dios sea plena en todo:
«Omnipotente, eterno, justo y misericordioso Dios, danos a nosotros,
miserables, hacer por ti mismo lo que sabemos que tú quieres, y siempre querer
lo que te place» (CtaO 50). Todo aquel que recita esta oración coloca en su
justo orden la petición personal por la constancia y perseverancia en la vida
de penitencia y en la imitación de Cristo, pues lo que busca en primer lugar no
es la propia santidad y perfección, sino la glorificación de Dios.
[En Selecciones de Franciscanismo, vol.
III, núm. 8 (1974) 174-181]
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