lunes, 2 de julio de 2012

La Vida del Evangelio (I)

Por Julio Micó, o.f.m.cap.

El evangelismo de san Francisco

Al identificar y valorar la experiencia espiritual de Francisco solemos recurrir a determinados tópicos, tales como la pobreza, la alegría, la familiaridad con la naturaleza, etc., que, si bien satisfacen la curiosidad de una fe superficial y descomprometida, no reflejan del todo lo que realmente supuso para él encontrarse con ese Dios vivo que le cercó y fascinó hasta conseguir que lo siguiera por el camino del Evangelio.

Porque lo que caracteriza a todo creyente sincero es que, tarde o temprano, Dios le sale al encuentro y le interpela para que se decida desde su fe. La conciencia de la propia responsabilidad o el miedo evasivo a definirse podrán aplazar una y otra vez la decisión responsiva. Pero siempre llega el momento, como le sucedió a Jonás, en que las sucesivas huidas no llevan a ninguna parte y, al sentirse acorralado, termina por ceder y confesar con el corazón y los labios al que es más fuerte que él y de quien no puede prescindir sin que su vida pierda sentido.

A Francisco le sucedió algo así. El encuentro de Espoleto (cf. 2 Cel 6) le desbarató de tal modo su propio montaje y le ensanchó tanto el horizonte existencial, que tardó algunos años en recomponer y organizar su vida de modo que pudiera ser una respuesta coherente y sensata al Dios que le había transformado con su presencia. Una respuesta que, a pesar de su relativa originalidad, estaba en cierto modo condicionada por el ambiente socio-religioso de la cristiandad y por su propia formación.

La cristiandad del siglo XII se caracteriza por su movilización, a todos los niveles, en busca del Evangelio. El arte, las peregrinaciones, las cruzadas y la misma teología serán la causa, y a la vez el efecto, de este amplio movimiento espiritual que ocupa todo un período de la Iglesia. Por primera vez se siente esa sensación emocionante de que se va a difundir sobre la tierra el mensaje evangélico, la liberación de todo miedo y de toda angustia.

Para hacernos una idea de lo que supuso el Evangelio para Francisco, es fundamental conocer la importancia que tenía la Biblia para la sociedad medieval. La Biblia era el libro que contenía todo el saber, no sólo el teológico, sino incluso el científico; de ahí que fuera el texto base de toda la enseñanza, tanto en las universidades como en las escuelas, donde se utilizaba para aprender a leer y escribir. En ella se esconde toda la realidad y todas las respuestas a las preguntas que el hombre pueda hacerse. De ello le viene ese halo de misterio con que se la envuelve por tratarse del saber y de la voluntad de Dios hecha libro, provocando un sentido de reverencia a la vez científico y religioso, sobre todo para los laicos, a los que les resultaba inaccesible.

Francisco era un laico; por tanto, se levantaba ante él una doble barrera que lo separaba de las Escrituras: la del libro y la de la lengua. Aunque la Iglesia medieval no prohibió nunca de forma magisterial el leer la Escritura, sin embargo sí que hubo restricciones en el uso de la Biblia debidas, sobre todo, al espíritu sectario y obstinado de algunos grupos pauperísticos, como los Valdenses y los Albigenses. Pero aunque no estuviera prohibido, la verdad es que pocos laicos lo hacían, sobre todo por el precio prohibitivo que tenían los libros y porque la mayoría eran analfabetos. Leer y estudiar el texto bíblico era cosa de clérigos, y ni siquiera todos lo hacían del libro completo, sobre todo por el valor de los manuscritos.

La otra barrera que se alzaba entre Francisco y la Biblia era la lengua. Francisco, aunque aprendió a leer y escribir el latín, nunca llegó a dominarlo; prueba de ello son los autógrafos que poseemos y el testimonio de Tomás de Eccleston en su Crónica, en la que habla de una carta de Francisco escrita «en mal latín». Lógicamente, para un joven comerciante, de poca utilidad le podría ser haber aprendido bien el latín, puesto que la lengua vulgar era la que se utilizaba normalmente.

Esta doble barrera del libro y de la lengua solamente podía ser franqueada por el sacerdote, el cual, como administrador de la Palabra y el sacramento, tenía como misión en exclusiva hacer inteligible al pueblo el mensaje evangélico.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario