«Cuanto es el hombre
delante de Dios, tanto es y no más»
No guardar nada para uno mismo, no aparentar
lo que uno no es, no buscar estar sobre los demás, reconocer y aceptar las
propias carencias y limitaciones, todo esto es señal de una gran libertad
interior. El hombre se reconoce y se acepta tal cual es sólo ante la presencia
y transparencia de Dios: «Bienaventurado el siervo de Dios que no se tiene por
mejor cuando es engrandecido y exaltado por los hombres, que cuando es tenido
por vil, simple y despreciado, porque cuanto es el hombre delante Dios, tanto
es y no más» (Adm 19,2). La libertad la vive el hombre en el amor que Dios le
tiene y en la obediencia confiada con que se entrega a Él.
Recibirlo todo de las manos de Dios gozosamente,
soportarlo todo con paciencia es vivir en la tierra de Dios, felicidad del
hombre: «El siervo de Dios no puede conocer cuánta paciencia y humildad tiene
en sí, mientras todo le suceda a su satisfacción. Pero cuando venga el tiempo
en que aquellos que deberían causarle satisfacción, le hagan lo contrario,
cuanta paciencia y humildad tenga entonces, tanta tiene y no más» (Adm 13). El
gozo lo transfigura todo, elevándose por encima de todo. Hay gozo en amar
cuando se está cerca como cuando se está lejos: «Bienaventurado el siervo que
ama y respeta tanto a su hermano cuando está lejos de él, como cuando está con
él, y no dice nada detrás de él, que no pueda decir con caridad delante de él»
(Adm 25).
Hay gozo dando no sólo cosas, sino
entregándose uno mismo: «Francisco estaba siempre pronto a entregarse por
entero a sí mismo hasta agotarse; y daba muy gozosamente cuanto le pedían» (2
Cel 181).
Francisco supo también del gozo de la creación
artística, como expresión plástica de su honda y radical experiencia de Dios.
El pesebre de la Navidad en Greccio fue para él la ocasión de una de las
experiencias de gozo más inolvidables: Francisco estaba «derretido en inefable
gozo» (1 Cel 85).
La alegría se vive en la espontaneidad.
Francisco soportaba con dificultad la tristeza y la melancolía. El gozo
interior no tiene nada que ver con la vanidad, la fatuidad, la frivolidad, las
palabras ociosas, sino con la serenidad de un corazón en paz y libre de
amargura: «¡Ay de aquel religioso que se deleita en las palabras ociosas y
vanas y con ellas conduce a los hombres a la risa!» (Adm 20,3). Mesura, agrado,
alegría gozosa, sin alboroto, son talantes franciscanos: «Guárdense los
hermanos de manifestarse externamente tristes e hipócritas sombríos;
manifiéstense, por el contrario, gozosos en el Señor, y alegres y
convenientemente amables» (1 R 7,16).
Tanto el gozo interior como el exterior se
alimentan del pan de un corazón puro (cf. LP 120). El gozo verdadero bebe su
agua del manantial de la pobreza y la humildad, antídotos contra el afán de
tener, acaparar y acumular: «Donde hay paciencia y humildad, allí no hay ira ni
perturbación. Donde hay pobreza con alegría, allí no hay codicia ni avaricia»
(Adm 27,2-3).
El gozo se vive en el sufrimiento, por medio
del cual el hombre es despojado de sí mismo y hecho libre para vivir en Dios
como en su casa de confianza. Desde ahí la muerte no es ya nociva, sino una
hermana que hay que esperar y acoger gozosamente como puerta que introduce al
hombre en el encuentro definitivo: «Loado seas, mi Señor, por nuestra hermana
la muerte corporal» (Cánt 12). «Bienvenida sea mi hermana muerte» (2 Cel 217).
[Cf. el texto completo en Selecciones de
Franciscanismo, n. 52 (1989) 131-147]
«Loado seas, mi
Señor, con todas tus criaturas»
Para Francisco la naturaleza no está
corrompida. La naturaleza y la vida proceden de Dios. Están ahí para
manifestarlo y servirlo. El mundo todo, por lo mismo, es un inmenso coro del
que se alza un canto de alabanza jamás interrumpido.
Francisco canta a las criaturas con un amor de
pobre que le impide desear poseerlas. Nunca él se ha atrevido a materializar el
espíritu, pero tampoco él ha osado nunca espiritualizar la naturaleza. En
verdad, en su materialidad él no veía ni contemplaba sino su significado nuevo,
espiritual, como en la mañana del mundo, cuando todo salió bello y puro de las
manos de Dios.
Francisco, por eso, predicó a los pájaros e
inundado de gozo los bendijo (1 Cel 58). Acogió con premura y alegría a un pez,
estando él en el lago Trasimeno, llamándolo hermano (1 Cel 61). Al contemplar
el sol, la luna y las estrellas del firmamento sus ojos y su ánimo rebosaban de
gozo (1 Cel 80). Se hizo amigo de un faisán, de una cigarra, de las ovejas, de
un pájaro acuático y de los lobos de Greccio (2 Cel 170-171). Los candiles, las
lámparas, las candelas, las piedras, los árboles, la hierba, los gusanillos,
las abejas... fueron amados y cantados, respetados y admirados por este hombre
del Evangelio, pacificado y hermano de todas las cosas y todos los seres:
«Abraza todas las cosas con indecible
afectuosa devoción y les habla del Señor y las exhorta a alabarlo. Deja que los
candiles, las lámparas y las candelas se consuman por sí, no queriendo apagar
con su mano la claridad, que le era símbolo de la luz eterna. Anda con respeto
sobre las piedras, por consideración al que se llama Piedra... A los hermanos
que hacen leña prohíbe cortar del todo el árbol, para que le quede la posibilidad
de echar brotes. Manda al hortelano que deje a la orilla del huerto franjas sin
cultivar, para que a su tiempo el verdor de las hierbas y la belleza de las
flores pregonen la hermosura del Padre de todas las cosas. Manda que se destine
una porción del huerto para cultivar plantas que den fragancia y flores, para
que evoquen a cuantos las ven la fragancia eterna. Recoge del camino los
gusanillos para que no los pisoteen; y manda poner a las abejas miel y el mejor
vino para que en los días helados de invierno no mueran de hambre. Llama
hermanos a todos los animales, si bien ama particularmente, entre todos, a los
mansos» (2 Cel 165).
Las criaturas no son ya esclavas del poder o
víctimas del placer, sino que son reconocidas en su soberana dignidad de «criaturas
de Dios». Francisco las acoge como notas vibrantes para componer el Cántico de
las criaturas. Todas ellas oyen su invitación a dar gloria y honor, bendición y
alabanza a Dios (Ap 5,13). Es un canto a la vida, que supera todas las
fronteras y barreras, también la de la muerte corporal, descubriendo una
creación redimida y reconciliada, que sabe la dicha de ser y de pertenecer a
Dios.
La postura del hombre en medio del universo es
ser «juglar de Dios», es decir, criatura de amor, capaz de inaugurar el canto
nuevo de la misericordia y la ternura, del gozo y el perdón, contento de
reconocer y de cantar, respetar y descubrir a todos los seres como hermanos. Un
sentido nuevo, de cortés y digna hospitalidad al tiempo que de exuberante
alegría, hermana a toda la creación. «¿Qué son, en efecto, los siervos de Dios
sino unos juglares que deben mover el corazón de los hombres y elevarlo al gozo
espiritual?» (LP 83g).
[Cf. el texto completo en Selecciones de
Franciscanismo, n. 52 (1989) 131-147]
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