Por Michel Hubaut, OFM
Cuando Dios
se hace más deseable que todo otro bien
Dijo Jesús:
«El que me ama, guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y
haremos morada en él» (Jn 14,23). San Pablo, entusiasmado por esta revelación,
tendrá la osadía de escribir: «¿No sabéis que sois templo de Dios y que el
Espíritu de Dios habita en vosotros? ¡El templo de Dios es santo y ese templo
sois vosotros!» (cf. 1 Cor 3,16-17).
La oración es
el crisol esencial de la conversión del deseo. Es para Francisco el tiempo de
las «visitas» del Espíritu. Fuente a la vez de purificación y de iluminación.
Esta aura suave del Espíritu le revela la ternura de Dios, que toma siempre la
iniciativa del diálogo. Saborea esta nueva presencia. Descubre que Dios es un
amor respetuoso que toca ligeramente el corazón del hombre sin jamás forzarlo.
La «dulcedumbre» que le invade en la plegaria será uno de los atributos que le
gusta de Dios: «¡Tú eres nuestra gran dulcedumbre!». Toda su vida se mantendrá
maravillado por esta delicadeza, por esta cortesía de Dios, el primero en
inventar la oración amando al hombre. La gratuidad del amor será el resorte
profundo de su vida de oración. ¿Por qué orar? Simplemente, porque Dios me ama
y el amor no tiene otra justificación que el amor mismo.
El fuego que
le abrasa, el gozo que le da de repente ganas de cantar y de bailar, de ir a
gritar a todos sus amigos que ha encontrado el tesoro escondido... No hay duda
posible. Francisco ha descubierto la verdadera dicha. ¿Cómo ha podido buscar
tan lejos lo que estaba ya presente un su corazón: Dios deseable sobre todo
otro bien? Así, a la luz de su propia experiencia, se podrían espigar en sus
escritos textos para componer una verdadera teología del deseo, término clave
que emplea con tanta frecuencia. Conversión de nuestros deseos. Acogida del
Espíritu: el deseo de Dios, único capaz de purificar, orientar y unificar todos
nuestros deseos en orden al que es la dicha plenaria del hombre.
El texto
siguiente es a la vez un grito de triunfo, el del hombre de deseo que ha
hallado por fin su verdadero bien, la dicha tan deseada, y una llamada
apremiante a sus hermanos a no perder tamaño tesoro, tamaño gozo. El camino
para alcanzarlo es desde luego estrecho, áspero, sembrado de embustes. Pero
Francisco es como el alpinista que, llegado a la cumbre de la montaña,
deslumbrado por la beldad del espectáculo que se le ofrece, olvida las
dificultades de la ascensión y lanza un inmenso grito de admiración:
«Ninguna otra
cosa deseemos, ninguna otra queramos, ninguna otra nos plazca y deleite, sino
nuestro Creador y Redentor y Salvador, el solo verdadero Dios, que es pleno
bien, todo bien, total bien, verdadero y sumo bien, que es el solo bueno,
piadoso, manso, suave y dulce, que es el solo santo, justo, verdadero y recto,
que es el solo benigno, inocente, puro, de quien y por quien y en quien es todo
el perdón, toda la gracia, toda la gloria...
»Por
consiguiente, que nada impida, que nada separe, que nada se interponga. En
todas partes, en todo lugar, a toda hora y en todo tiempo, diariamente y de
continuo, todos nosotros creamos verdadera y humildemente, y tengamos en el
corazón y amemos, honremos, adoremos, sirvamos, alabemos y bendigamos,
glorifiquemos y ensalcemos sobremanera, magnifiquemos y demos gracias al
altísimo y sumo Dios eterno, Trinidad y Unidad, Padre e Hijo y Espíritu Santo,
creador de todas las cosas y salvador de todos los que creen y esperan en él y
lo aman a él, que es... suave, amable, deleitable y todo entero sobre todas las
cosas deseable por los siglos. Amén» (1 R 23,9-11).
[Cf. M.
Hubaut, Cristo nuestra dicha. Aprender a orar con Francisco y Clara de Asís.
Aránzazu, 1990, pp. 9-26]