miércoles, 31 de octubre de 2012

Francisco y Clara descubren el Evangelio


Por Lázaro Iriarte, OFMCap

Por espacio de dos años y medio Francisco, el joven convertido, había estado a la espera de conocer el rumbo que Dios quería dar a su vida, hasta que un día recibió la respuesta en la lectura del evangelio de la misión en la capilla de la Porciúncula. «Esto es lo que yo deseo -exclamó-, esto es lo que busco, esto me propongo realizar con todas las fibras de mi corazón». Lleno de gozo se descalza, viste una túnica sencilla ceñida con una cuerda y así, hecho hombre del evangelio, «comienza a predicar a todos la conversión con gran fervor de espíritu y gozo interior» (1 Cel 22s).

De esa forma nació en la Iglesia una nueva etapa de la vida consagrada. Francisco tenía clara ahora la vida que debía seguir, una vida que compartir con otros y un mensaje penitencial que llevar al mundo. A los pocos días se le fueron juntando los primeros compañeros, que él recibió como un don de Dios. Quiso verificar con los dos primeros si ellos eran llamados también a la misma vida; fue con ellos a la iglesia, abrieron el libro de los evangelios y los pasajes que leyeron iban en la misma línea de lo que él había escuchado. Lo recordará él en su Testamento: «Después que el Señor me dio hermanos, nadie me mostraba lo que yo debía hacer, sino que el mismo Altísimo me reveló que debía vivir según la forma del santo evangelio».

Con el grupo de los primeros llegados, el fundador se puso a experimentar la vida evangélica, alternando el retiro de Rivo Torto con las salidas a las regiones vecinas llevando el anuncio de paz y de conversión. De aquella experiencia brotó el primer bosquejo de regla, compuesta con los textos más significativos del proyecto evangélico. Y con ella se puso en camino el grupo entero para ir a los pies del papa Inocencio III en busca del refrendo supremo. Francisco se expresa con exactitud teológica: «El Altísimo me reveló..., el señor papa me lo confirmó» (Test 14s).

He aquí el compromiso fundamental franciscano, del que derivan todos los demás. El fundador lo afirma categóricamente en sus dos reglas: «La regla y vida de los hermanos es ésta... seguir la doctrina y las huellas de nuestro Señor Jesucristo» (1 R 1,1). «La regla y vida de los hermanos menores es ésta, a saber, guardar el santo evangelio de nuestro Señor Jesucristo... Firmes en la fe católica, guardemos la pobreza y humildad y el santo evangelio de nuestro Señor Jesucristo, que firmemente hemos prometido» (2 R 1,1; 12,4).

No será otra la «forma de vida» dada por Francisco a Clara y las hermanas: «Por inspiración divina... habéis elegido vivir conforme a la perfección del santo evangelio». Y la plantita de san Francisco, al componer su regla propia en 1252, al cabo de cuarenta años de experiencia, no hará sino transcribir textualmente las palabras del fundador en la suya: «La forma de vida de la Orden de las hermanas pobres, que instituyó san Francisco, es ésta: guardar el santo evangelio de nuestro Señor Jesucristo» (RCl 1,1).

Iniciar a los hermanos en el conocimiento y en la contemplación del evangelio fue la base de la pedagogía de Francisco; al grupo inicial de Rivo Torto lo aficionó a la contemplación directa del texto sagrado. Por fe y por propia experiencia estaba convencido de que la palabra de Dios, sembrada en el corazón, produce lo que significa cuando es acogida en terreno dócil, porque Dios acompaña y da eficacia a su palabra.

No sólo el evangelio era para Francisco objeto de lectura atenta y de meditación, sino toda la sagrada Escritura. Escribe Tomás de Celano: «Si bien este santo hombre no había recibido formación alguna de cultura humana, con todo, instruido por la sabiduría superior que viene de Dios e ilustrado con los rayos de la luz eterna, poseía en no pequeño grado el sentido de las Escrituras. Su inteligencia, limpia de toda mancha, penetraba los secretos de los misterios; lo que permanecía inaccesible a la ciencia de los maestros se hacía patente al afecto del amante» (2 Cel 102).

Él se sabía poseedor de ese don recibido de la divina liberalidad y, verdadero pobre de espíritu, no lo retenía para sí, sino que sentía urgencia de compartirlo con los demás, yendo a «servir a todos las perfumadas palabras del Señor» (2CtaF 2s).

Colocar el evangelio como suprema norma de vida no significa solamente aceptarlo como punto de referencia de los cauces morales y ascéticos, en que las citas bíblicas suelen venir como a apoyar posiciones racionales, sino que equivale a ponerlo antes y por encima de todo convencionalismo, y aun de toda ley humana. En consecuencia, Francisco se resiste a ligar con prescripciones demasiado precisas la vida de los hermanos, no sea que las invitaciones evangélicas pasen a segundo plano y se las quiera ceñir a los límites de una norma disciplinar. Él se coloca siempre en la hipótesis de un compromiso asumido libremente por hermanos dóciles al Espíritu, sometidos totalmente a los preceptos de Dios y de la Iglesia, animados de una voluntad de servicio y de obediencia recíproca, en virtud de la libertad de los hijos de Dios.

[L. Iriarte, Ejercicios espirituales, Valencia 1998, pp. 59-62]

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