Por Michel Hubaut, OFM
Atolladeros del
deseo enroscado sobre sí mismo
El joven Francisco,
hijo de un pañero forrado, es lo contrario de un aguafiestas. Rebosa de vida y
de proyectos. Incluso tiene los medios para lograrlos. Rico, inteligente,
afable, alegre, pertenece más bien al género de «joven lobo» que desea morder
en la vida a dentellada plena. Su apetencia de vivir es inmensa. En la tienda
de su padre se inicia en el comercio y triunfa. Su porvenir no ofrece
problemas. Dinero, compañías divertidas, banquetes refinados, alocadas rondas
nocturnas..., no le falta nada.
Pero su deseo de
dicha no halla asiento en todo eso. La vida de joven burgués acaba por
hastiarle. Una existencia trazada ya de antemano le resulta de repente
terriblemente encogida. Le deprime la legítima pequeña dicha humana con que
parecen contentarse muchos de sus amigos. El horizonte es bajo. Contra él
chocan el corazón y la frente de Francisco, que desea apasionadamente una vida
lograda. Pero ¿qué es lograr la vida? Sueña con hacerse caballero. Este ideal
entusiasma su juventud. La figura a la vez de héroe y de vedette, cuyas hazañas
militares y locos amores se cantan, ejerce sobre él una verdadera fascinación.
El proyecto madura y se realiza. Pero una vez más, recién equipado lujosamente
a cuenta de sus padres, interrumpe brutalmente esta carrera de honores. Una
extraña voz interior le persigue (TC 5-6). La dicha que busca él, Francisco, no
va en esta dirección. Ignora todavía que ya el Espíritu de Dios inspira y ahonda
su «deseo de dicha». No ha tomado todavía conciencia de que Dios es un amor
vivo que llama al «varón de deseos» para hacerle vivir y colmarle. No sabe
todavía que su llamamiento se torna deseo de infinito en el corazón del hombre:
«Dios infundió en nuestro corazón el Espíritu de su Hijo que clama: Abba,
Padre».
A los veintitrés
años, Francisco ha sufrido ya la amarga experiencia de ciertos callejones sin
salida de su deseo de dicha. Sabe un poco mejor donde no se encuentra la dicha,
pero todavía no ha dado con ella. Dios continúa trabajándole secretamente. Para
esta difícil y necesaria conversión del deseo, el Espíritu le da dos pedagogos:
los pobres y el silencio de la oración. Dos lugares privilegiados para la
purificación del deseo. Dos escuelas donde Francisco aprende a descentrar su
deseo de sí mismo. Entre los leprosos descubre que el deseo esencial del hombre
es amar y ser amado. En el silencio de la oración descubre que su deseo de
vivir es un deseo de Dios. Hace la experiencia decisiva de ser « habitado»
por el Espíritu que es deseo de Dios en él.
De hecho, desde el
comienzo de su conversión siente la necesidad, cada vez más frecuente, de
retirarse a la soledad de la campaña, de tomar distancias de la agitación
mundana y del mundo de los negocios. Peregrino ya de lo absoluto, siente
afección particular por una caverna de las cercanías de la ciudad de Asís. Pasa
horas en el hueco del roquedal. Poco a poco, en el silencio, se ve invadido por
un espíritu nuevo y todavía desconocido que reza a Dios en el secreto de su
corazón como a un Padre y retiene su atención sobre Jesucristo. Hace así su
aprendizaje del diálogo de la oración. Una oración que está ya marcada,
anotémoslo, por el misterio del Dios trino, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Esta
primera etapa de interiorización será determinante para el resto de su vida
evangélica.
En el silencio de
la oración aprende, en fin, a callarse para escuchar allende el murmullo de las
palabras y de sus propios pensamientos. Aprende a no fabricar él mismo
cuestiones y respuestas, sino a dejarse cuestionar por el Invisible. El
silencio es con frecuencia la mejor colaboración que podemos aportar a Dios.
Hacer silencio para respetar la acción de Dios en nosotros, dejarse amar y ser
modelado a la medida de su amor creador. Aprende a reemprender el camino de su
«corazón», santuario interior donde Dios le precede y le aguarda. ¡Estoy
«habitado» por mi Creador! Tal es la primera y decisiva experiencia para osar
una vida de oración.
San Francisco
descubre en la soledad que el diálogo de la oración es posible porque Dios
mismo ha tomado la iniciativa y nos da los medios convenientes. «El Espíritu de
Dios viene en ayuda de nuestra flaqueza, porque nosotros no sabemos pedir como
se debe, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con aspiraciones
secretas que sobrepasan nuestras pobres palabras humanas. Y Dios, que sondea
los corazones, sabe bien discernir cuál es en nosotros el deseo del Espíritu»
(Rom 8,26-27).
Francisco ha
encontrado, pues, la clave fundamental de la vida de oración cristiana: el
deseo del Espíritu en nosotros. Y san Pablo subraya que este deseo del
Espíritu corresponde al proyecto de amor de Dios sobre nosotros.
Imposible osar
rezar, perseverar en la plegaria, si no estoy convencido de estar «habitado»
por el Espíritu que es deseo de Dios. Jamás sería yo un hombre o una mujer de
oración si continuara creyendo que la oración es primeramente «mi» actividad.
La plegaria es esencialmente una actividad del Espíritu en mí. Y este Espíritu,
yo no me lo doy, yo lo acojo como Francisco, con asombro. Yo no soy su fuente,
sino el lugar donde brota. Sin duda, el Espíritu utiliza los canales de mis
deseos humanos, de mis aspiraciones, pero no se confunde con ellos. Pasa por
las fronteras de mi razón, el impulso de mis sentimientos, el envoltorio de mis
palabras, pero brota de más allá. Es mayor que mis impresiones siempre frágiles
y efímeras.
Así, la verdad de
mi plegaria no se mide con la riqueza de mi vocabulario, con la coherencia de
mi discurso interior, con el grado de mis emociones, sino que está a la medida
de la apertura de mi corazón al deseo del Espíritu. La plegaria es un don de
Dios: «Si conocieras el don de Dios», dijo Jesús. San Francisco se conciencia
en la soledad de que su plegaria es mucho más que un simple fenómeno
psicológico. Es ante todo una manifestación del Espíritu en él. ¿Orar no es
finalmente, más allá de los «ejercicios de oración», liberar en mí esa fuente
que mana del deseo del Espíritu? «El Espíritu se une a nuestro espíritu».
[Cf. M. Hubaut, Cristo
nuestra dicha. Aprender a orar con Francisco y Clara de Asís. Aránzazu,
1990, pp. 9-26]
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