miércoles, 24 de octubre de 2012

Aprender a orar con Francisco y Clara de Asís (III)


Por Michel Hubaut, OFM

Cuando Dios se hace más deseable que todo otro bien

Dijo Jesús: «El que me ama, guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él» (Jn 14,23). San Pablo, entusiasmado por esta revelación, tendrá la osadía de escribir: «¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? ¡El templo de Dios es santo y ese templo sois vosotros!» (cf. 1 Cor 3,16-17).

La oración es el crisol esencial de la conversión del deseo. Es para Francisco el tiempo de las «visitas» del Espíritu. Fuente a la vez de purificación y de iluminación. Esta aura suave del Espíritu le revela la ternura de Dios, que toma siempre la iniciativa del diálogo. Saborea esta nueva presencia. Descubre que Dios es un amor respetuoso que toca ligeramente el corazón del hombre sin jamás forzarlo. La «dulcedumbre» que le invade en la plegaria será uno de los atributos que le gusta de Dios: «¡Tú eres nuestra gran dulcedumbre!». Toda su vida se mantendrá maravillado por esta delicadeza, por esta cortesía de Dios, el primero en inventar la oración amando al hombre. La gratuidad del amor será el resorte profundo de su vida de oración. ¿Por qué orar? Simplemente, porque Dios me ama y el amor no tiene otra justificación que el amor mismo.

El fuego que le abrasa, el gozo que le da de repente ganas de cantar y de bailar, de ir a gritar a todos sus amigos que ha encontrado el tesoro escondido... No hay duda posible. Francisco ha descubierto la verdadera dicha. ¿Cómo ha podido buscar tan lejos lo que estaba ya presente un su corazón: Dios deseable sobre todo otro bien? Así, a la luz de su propia experiencia, se podrían espigar en sus escritos textos para componer una verdadera teología del deseo, término clave que emplea con tanta frecuencia. Conversión de nuestros deseos. Acogida del Espíritu: el deseo de Dios, único capaz de purificar, orientar y unificar todos nuestros deseos en orden al que es la dicha plenaria del hombre.

El texto siguiente es a la vez un grito de triunfo, el del hombre de deseo que ha hallado por fin su verdadero bien, la dicha tan deseada, y una llamada apremiante a sus hermanos a no perder tamaño tesoro, tamaño gozo. El camino para alcanzarlo es desde luego estrecho, áspero, sembrado de embustes. Pero Francisco es como el alpinista que, llegado a la cumbre de la montaña, deslumbrado por la beldad del espectáculo que se le ofrece, olvida las dificultades de la ascensión y lanza un inmenso grito de admiración:

«Ninguna otra cosa deseemos, ninguna otra queramos, ninguna otra nos plazca y deleite, sino nuestro Creador y Redentor y Salvador, el solo verdadero Dios, que es pleno bien, todo bien, total bien, verdadero y sumo bien, que es el solo bueno, piadoso, manso, suave y dulce, que es el solo santo, justo, verdadero y recto, que es el solo benigno, inocente, puro, de quien y por quien y en quien es todo el perdón, toda la gracia, toda la gloria...

»Por consiguiente, que nada impida, que nada separe, que nada se interponga. En todas partes, en todo lugar, a toda hora y en todo tiempo, diariamente y de continuo, todos nosotros creamos verdadera y humildemente, y tengamos en el corazón y amemos, honremos, adoremos, sirvamos, alabemos y bendigamos, glorifiquemos y ensalcemos sobremanera, magnifiquemos y demos gracias al altísimo y sumo Dios eterno, Trinidad y Unidad, Padre e Hijo y Espíritu Santo, creador de todas las cosas y salvador de todos los que creen y esperan en él y lo aman a él, que es... suave, amable, deleitable y todo entero sobre todas las cosas deseable por los siglos. Amén» (1 R 23,9-11).

[Cf. M. Hubaut, Cristo nuestra dicha. Aprender a orar con Francisco y Clara de Asís. Aránzazu, 1990, pp. 9-26]

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