sábado, 20 de octubre de 2012

Aprender a orar con Francisco y Clara de Asís 
(I)


Por Michel Hubaut, OFM

Un deseo insaciable de dicha

¡La dicha! Todos la deseamos locamente. ¡Ser dichoso! Es el deseo fundamental del ser humano. Pero ¿qué es la dicha? ¿Es del orden del haber o del orden del ser? Los charlatanes y los mercachifles de las pseudo-dichas están siempre haciendo recetas. En nuestros días nace una secta por mes en el ancho mundo. Hace más de dos milenios, el salmista bíblico escribía ya: «Hay muchos que dicen: "¿Quién nos hará ver la dicha, si la luz de tu rosto ha huido de nosotros?". Y vosotros, ¿hasta cuándo ultrajaréis mi honor, amaréis la falsedad y buscaréis el engaño? Temblad y no pequéis, reflexionad en el silencio de vuestro lecho» (cf. Salmo 4).

En efecto. ¡Cuántos sueños desvanecidos e ilusiones perdidas! ¡Cuántos callejones sin salida en esta ardiente búsqueda de la dicha! Todavía hoy mismo pueden desde luego los medio de propaganda proponer nuevas imágenes de la dicha. Pero no siempre pueden colmar este deseo del hombre moderno. No hacen sino exacerbarlo, incapaces de satisfacerlo auténticamente. Los jóvenes más lúcidos de la nueva generación no sacralizan ya el dios-dinero o el dios-progreso. Han aprendido a desconfiar de las ideologías reductoras. Han captado los límites de la banalización de la sexualidad. Y así, para ellos, encontrar un hombre o una mujer dichosa resulta un acontecimiento que les fascina. ¿Cuál es su secreto? El testimonio de una vida radiante de dicha es siempre más convincente que todos los discursos y todas las teorías.

Por eso, yo os propongo descubrir dos seres, cuyas vidas son un himno a la dicha. No tienen recetas-milagro que ofrecernos. Simplemente un itinerario sembrado de tientas, de pruebas, de superaciones, pero también de gozos y de luces. Dos seres vivos, para los que la dicha no es una quimera sino una realidad descubierta, acogida y vivida. No teorizan nada. Viven en su carne y en su corazón una experiencia tan simple y tan fuerte que nos dan ganas de ensayarla en nosotros mismos.

Francisco y Clara de Asís. Dos seres sedientos de dicha. Nacidos en una pequeña ciudad de Italia en el siglo XII, con doce años de diferencia, van a trazar, uno y otra, un surco de luz en la historia de Occidente. Un itinerario masculino. Un itinerario femenino. Una búsqueda común. Una complicidad fraternal. El mismo descubrimiento maravillado de una dicha perdurable junto a la que todos los demás bienes palidecen como estrellas a la salida del sol.

¿No desea sor Clara que todos y cada uno «accedan a la dicha eterna», «se alegren y salten de gozo, colmados de alegría espiritual y de inmenso gozo», «posean a perpetuidad la vida feliz?» (cf. 2CtaCl 3.4). Y a cada uno vuelve a decirle: «Jamás cejes. Con andar apresurado, con paso ligero, sin que tropiecen tus pies ni aun se te pegue el polvo del camino. Recorre la senda de la felicidad, segura, gozosa y expedita y con cautela: de nadie te fíes ni asientas a ninguno que quiera apartarte de tu propósito» (2CtaCl 3). ¿No es acaso la vocación de toda persona una vocación a la dicha? Pero habrá que encontrar primero la dicha para la que hemos sido creados. Por eso, evoca con frecuencia Clara a Aquel «cuya vista gloriosa hará felices a todos los ciudadanos de la Jerusalén celestial» (4CtaCl 3).

Y cuando Francisco entrevió el «tesoro oculto», que su deseo de ser dichoso buscaba, desde hacía tantos años, «tal fue el gozo que sintió... que no cabía dentro de sí de tanta alegría» (1 Cel 7). En una de sus plegarias oímos el eco de ese gozo puro e indescriptible, del gozo de un hombre que ha hallado la dicha que brota de Dios y que Dios descubre a quienes le buscan:

«Iluminándolos para conocer,
porque tú, Señor, eres la luz;
inflamándolos para amar,
porque tú, Señor, eres el amor;
habitando en ellos y colmándolos para gozar,
porque tú, Señor, eres el bien sumo, eterno,
de quien todo bien procede,
sin quien no hay bien alguno» (ParPN 2).

Si la palabra latina bonum, que figura en el texto original, significa bien, por extensión puede también traducirse por dicha. ¿La dicha del hombre no proviene de poseer o de acoger el bien que más le conviene para ser dichoso? Para Francisco y Clara, Dios es el bien supremo, el único capaz de colmar nuestro deseo de felicidad infinita. Cristo es el Shalom de las promesas mesiánicas. Pax et bonum, «Paz y bien», será su saludo.

[Cf. M. Hubaut, Cristo nuestra dicha. Aprender a orar con Francisco y Clara de Asís. Aránzazu, 1990, pp. 9-26.]

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