jueves, 25 de octubre de 2012

Aprender a orar con Francisco y Clara de Asís (IV)


Por Michel Hubaut, OFM

Señora santa Clara: un deseo apasionado de Dios

Clara, hija del señor Favarone de Offreduccio, toma un itinerario algo diferente del de Francisco. Pero con una intuición muy femenina adivinará el deseo profundo del joven convertido y encontrará en él como el eco de su propio deseo. Porque, desde su juventud, todos sus deseos están ya polarizados por la búsqueda de Dios, que la fascina. Deberá, sin embargo, resistir valerosamente a los proyectos bien humanos de su noble familia. Tendrá que defender su deseo de Dios en un medio familiar para el que los privilegios de la fortuna y de la notoriedad son una dicha ampliamente suficiente. Ni la violencia ni la cólera de los suyos lograrán desviar a la jovencita de dieciocho años de su deseo de Dios. A diferencia de Francisco, escribió poco, pero las pocas cartas que nos han llegado atestiguan una determinación fuera de lo común.


Clara se guardará de atribuirse nada. Su deseo de seguir el camino de Cristo la arraiga en la llamada gratuita de Dios, cuyo mediador será Francisco. Su «vocación», tan tenazmente defendida, será toda su vida el motivo esencial de su reconocimiento. En su Testamento, que, como el de Francisco, es una acción de gracias por los dones de Dios, comienza escribiendo: «Entre los otros beneficios que hemos recibido y recibimos cada día de nuestro espléndido benefactor el Padre de las misericordias, y por los que más debemos dar gracias al Padre glorioso de Cristo, está el de nuestra vocación, por la que, cuanto más perfecta y mayor es, más y más deudoras le somos».

Así, todos sus más legítimos deseos de mujer estarán unificados por la llamada gratuita del amor. El deseo de la verdadera dicha es el resorte profundo de la vida de Clara. Ella ha liberado en su corazón amante el deseo del Espíritu. Francisco, desde sus primeras conversaciones con esta joven noble, percibió en ella un alma hermana «habitada» por el mismo poderoso deseo de Dios.

Ricos con semejante experiencia, se comprende que Francisco y Clara hagan de la acogida del Espíritu del Señor el único programa, el ideal de sus vidas y de las de sus hermanos y hermanas. En sus respectivas Reglas mantendrán esta invitación apremiante: «Atiendan a que sobre todas las cosas deben desear tener el Espíritu del Señor y su santa operación, orar siempre a él con puro corazón y tener humildad». Han encontrado la clave de la dicha. Su única solicitud será transmitirla a todos. Sólo el Espíritu del Señor puede hacer del hombre un «buscador de Dios» en toda sencillez y pureza de intención, con un corazón puro y recto. Sólo el Espíritu es capaz de dinamizar y orientar toda nuestra vida a lo único necesario, la dicha absoluta, la patria del amor. Sólo el Espíritu-Amor puede unificar todas nuestras facultades humanas y espirituales, poniéndolas al servicio del deseo de Dios, es decir, del deseo de la verdadera dicha. ¿No lo escribe Francisco en su comentario del Padrenuestro?: « Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo: para que te amemos con todo el corazón, pensando siempre en ti; con toda el alma, deseándote siempre a ti...».

Por eso, las actividades de los hermanos y de las hermanas deben estar subordinadas a la acogida del Espíritu, único camino que conduce a la dicha: «No apaguen el espíritu de la santa oración y devoción, a cuyo servicio deben estar las demás cosas temporales», dice san Francisco hablando del modo de trabajar. Nada debe «extinguir» en nosotros el Espíritu, el fuego de la oración que orienta nuestras acciones, ilumina nuestro discernimiento, esclarece nuestra opción y enardece nuestro corazón. Francisco y Clara, dos auténticos «carismáticos» en el sentido fuerte de la palabra, han dejado en sus escritos una verdadera teología vivida del Espíritu Santo, fundamento de toda vida cristiana.

El Espíritu nos libera de todo artificio, de toda máscara social o religiosa. Nos libra del estúpido orgullo, de la vana gloria y de la religión sólo formal. Es el dueño de la verdadera sabiduría: la del amor. Francisco opone el deseo-sabiduría del Espíritu al deseo-sabiduría del mundo. ¡Sabiduría de Dios, Sabiduría del Espíritu, Sabiduría de Cristo!, constituyen la verdadera sabiduría, como dice Francisco en su carta a los fieles (vv. 65-67). Otra manera admirable de asociar a las tres divinas personas.

Notemos que, para Francisco, la humildad y la simplicidad de corazón son los primeros signos de la presencia de esta sabiduría en nosotros. Para él, por otra parte, el pecado es apropiarse su voluntad, atribuirse orgullosamente el bien que se hace, mientras que, en realidad, es el Señor en nosotros quien lo realiza en palabras y obras. Finalmente, la obra esencial del Espíritu es descentrarnos, desapropiarnos de nosotros mismos, a fin de poder seguir libremente las huellas de Cristo. Los primeros compañeros resumen bien el comportamiento de Francisco, diciendo: «Se desenvolvía no apoyado en doctas sentencias de la humana sabiduría, sino en la demostración y fuerza del Espíritu» (AP 9).

[Cf. M. Hubaut, Cristo nuestra dicha. Aprender a orar con Francisco y Clara de Asís. Aránzazu, 1990, pp. 9-26]

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