No puede
dudarse de que los pobres consiguen con más facilidad que los ricos el don de
la humildad, ya que los pobres, en su indigencia, se familiarizan fácilmente
con la mansedumbre y, en cambio, los ricos se habitúan fácilmente a la
soberbia. Sin embargo, no faltan tampoco ricos adornados de esta humildad y que
de tal modo usan de sus riquezas que no se ensoberbecen con ellas, sino que se
sirven más bien de ellas para obras de caridad, considerando que su mejor
ganancia es emplear los bienes que poseen en aliviar la miseria de sus
prójimos.
El don de
esta pobreza se da, pues, en toda clase de hombres y en todas las condiciones
en las que el hombre puede vivir, pues pueden ser iguales por el deseo incluso
aquellos que por la fortuna son desiguales, y poco importan las diferencias en
los bienes terrenos si hay igualdad en las riquezas del espíritu.
Bienaventurada es, pues, aquella pobreza que no se siente cautivada por el amor
de bienes terrenos ni pone su ambición en acrecentar las riquezas de este
mundo, sino que desea más bien los bienes del cielo.
Después del
Señor, los apóstoles fueron los primeros que nos dieron ejemplo de esta
magnánima pobreza, pues, al oír la voz del divino Maestro, dejando
absolutamente todas las cosas, en un momento pasaron de pescadores de peces a
pescadores de hombres y lograron, además, que muchos otros, imitando su fe,
siguieran esta misma senda. En efecto, muchos de los primeros hijos de la
Iglesia, al convertirse a la fe, no teniendo más que un solo corazón y una sola
alma, dejaron sus bienes y posesiones y, abrazando la pobreza, se enriquecieron
con bienes eternos y encontraban su alegría en seguir las enseñanzas de los
apóstoles, no poseyendo nada en este mundo y teniéndolo todo en Cristo.
Por eso, el
bienaventurado apóstol Pedro, cuando, al subir al templo, se encontró con aquel
cojo que le pedía limosna, le dijo: No tengo plata ni oro, te doy lo que
tengo: en nombre de Jesucristo, echa a andar.
¿Qué cosa más
sublime podría encontrarse que esta humildad? ¿Qué más rico que esta pobreza?
No tiene la ayuda del dinero, pero posee los dones de la naturaleza. Al que su
madre dio a luz deforme, la palabra de Pedro lo hace sano; y el que no pudo dar
la imagen del César grabada en una moneda a aquel hombre que le pedía limosna,
le dio, en cambio, la imagen de Cristo al devolverle la salud.
Y este tesoro
enriqueció no sólo al que recobró la facultad de andar, sino también a aquellos
cinco mil hombres que, ante esta curación milagrosa, creyeron en la predicación
de Pedro. Así aquel pobre apóstol, que no tenía nada que dar al que le pedía
limosna, distribuyó tan abundantemente la gracia de Dios que dio no sólo el
vigor a las piernas del cojo, sino también la salud del alma a aquella ingente
multitud de creyentes, a los cuales había encontrado sin fuerzas y que ahora
podían ya andar ligeros siguiendo a Cristo.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario