Un
carisma personal recibido en la Iglesia
Las
experiencias espirituales decisivas que tuvo que vivir Francisco se
desarrollaron siempre con una innegable connotación eclesial.
Con
anterioridad a la época de las grandes decisiones, su devoción le impulsa a
emprender una peregrinación a Roma, donde ofrece una ofrenda muy generosa ante
la tumba de san Pedro, el príncipe de los apóstoles (2 Cel 8).
Tras
desnudarse y restituirle todos los vestidos a su padre, en presencia del obispo
de Asís, éste «lo cubrió con su propio manto» (1 Cel 15). Es un gesto cuyo
simbolismo no se le escapa a nadie.
Su
repentina y conmovedora toma de conciencia, en la casi derruida iglesita de San
Damián, de que el Amor no es amado, concluye con una llamada interior que le
guía ya al misterio de la Iglesia: «Francisco, vete, repara mi casa, que, como
ves, se viene del todo al suelo» (2 Cel 10).
Al
escuchar la lectura del santo Evangelio durante la celebración de una
eucaristía en la iglesia de la Porciúncula y, terminada la misa, la explicación
de dicho evangelio por el sacerdote que la atendía, Francisco descubre las
modalidades concretas de su misión itinerante (1 Cel 22).
De
hecho, en Francisco están indisoluble y existencialmente unidos la Palabra de
Cristo y del santo Evangelio, el Cuerpo eucarístico, la misión y la Iglesia. Su
vocación evangélica y su misión eclesial nacieron casi al mismo tiempo. Tiene
conciencia de no haber escogido sino de haber recibido una misión en la Iglesia
y para guiar hacia la Iglesia a todos los hombres, sobre todo a los menores,
que estaban excluidos de ella.
Su
vocación y comportamiento no son nada clericales, pero no puede concebir su
misión fuera de la Iglesia. De hecho, le vemos orar y predicar tanto en los
caminos y plazas públicas como en las iglesias, empezando por las de su ciudad,
Asís.
Para
Francisco, la Iglesia, a pesar de sus fallos, es y será siempre nuestra santa
Madre, el Sacramento visible de Jesús salvador. Resultaría interminable
enumerar sus signos de veneración y respeto al papa, los prelados y clérigos.
Escribe Tomás de Celano: «Pensaba que, entre todas las cosas y sobre todas
ellas, se había de guardar, venerar e imitar la fe de la santa Iglesia romana,
en la cual solamente se encuentra la salvación» (1 Cel 62). Y en su conmovedor
Testamento de Siena, redactado seis meses antes de su muerte, Francisco escribe
a sus hermanos: «Vivan siempre fieles y sumisos a los prelados y a todos los
clérigos de la santa madre Iglesia» (TestS 5).
La
mayoría de los textos citados pueden producir un cierto malestar, pues
inducirían a pensar que la concepción que de la Iglesia tiene Francisco es
esencialmente clerical y limitada a la jerarquía eclesiástica. Para rectificar
esta impresión sería necesario analizar otros textos. Bastará con que el lector
acuda al espléndido capítulo 23 de la Regla no bulada. Se convencerá entonces
de que, para Francisco, la Iglesia no sólo es un «lugar de salvación», una
«garantía de la fe y la conducta cristiana», sino también el Pueblo de Dios en
el que se proclama la salvación de Cristo y se transmite el Evangelio.
Sin
duda alguna, la visión que Francisco tiene de la Iglesia es una visión
«católica», entendiendo el término en el sentido de universal. Francisco
contempla el inmenso Pueblo de Dios, animado e impulsado por el fuego del
Espíritu de Jesús. El capítulo 23 de la Regla es una explosión de acción de
gracias en la que avanzan, en una procesión digna de esos frescos grandiosos y
llenos de colorido que recubren los muros e iconostasios de las iglesias
orientales, todas las categorías de cristianos que constituyen la Iglesia en
marcha hacia la gloria de su Señor. Una Iglesia en la que los pobres, los
pequeños, los niños preceden a los reyes y príncipes, y que no excluye la
jerarquía eclesiástica ni las estructuras sociales. Y Francisco pide a todos
una sola cosa: vivir en la verdadera fe y en la conversión del corazón.
[Cf.
el texto completo en Selecciones
de Franciscanismo n. 54 (1989) 357-370]
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