En esta misma
línea bíblica y existencial de la Eucaristía, se sitúa la Virgen María en la
oración y en la vida de san Francisco.
Los
testimonios de los biógrafos a este respecto son muy elocuentes. Escribe
Celano: «Profesaba un indecible amor a la Madre de Jesús, porque nos había dado
por hermano al Señor de la majestad. La obsequiaba con peculiares alabanzas, le
dirigía ruegos, le ofrecía sus afectos tanto y de tal manera cual no puede
expresar lengua humana. Pero lo que más nos alegra es que la constituyó abogado
de la Orden y que cobijó bajo sus alas a los hijos que tenía que abandonar,
para que ella los abrigase y auxiliase hasta el fin del mundo» (2 Cel 198).
Francisco
atribuía a María la inspiración de vivir según el Evangelio. «Por intercesión
de Aquella que había concebido al Verbo lleno de gracia y de verdad, logró
concebir también él y engendrar el espíritu de la verdad evangélica... En la
iglesita de Santa María de los Ángeles, al pie del altar, oraba Francisco con
gemidos a la Virgen Madre de Dios..., y no fueron vanas aquellas humildes e
insistentes plegarias... Aquí, en efecto, en su humildad, dio comienzo, aquí
fue progresando de virtud en virtud, aquí alcanzó felizmente la cima de la
perfección evangélica» (LM 2,8 y 3,1).
La perfección
evangélica se identificaba para Francisco con la pobreza, y él la abrazó,
porque la vio siempre unida en la Madre y en el Hijo (2 Cel 200).
Francisco
enuncia con toda sencillez su propósito en estos términos, cuando escribe a
Clara y a sus hermanas de San Damián: «Yo, hermano Francisco, pequeñuelo,
quiero seguir la vida y la pobreza del altísimo Señor nuestro Jesucristo y de
su santísima Madre, y perseverar en ella hasta el fin» (UltVol).
Francisco
amaba y honraba a María sobre todo imitando su pobreza. Hay un episodio en su
vida que podría constituir hoy una indicación válida y preciosa. A su vicario,
Pedro Catáneo, que le pedía que se tomasen parte de los bienes de los novicios
para hacer frente a las crecientes necesidades de los muchos hermanos que se
encontraban de paso en Santa María de los Ángeles, no dudó en decirle el Santo:
«Cuando de otra manera no puedas atender a los hermanos necesitados, despoja el
altar de la Virgen y quítale sus adornos. Créeme, a la Virgen le será más grato
que se observe el Evangelio de su Hijo despojando el altar, que dejar vestido
el altar, pero despreciando a su Hijo. Dios cuidará de que haya quien restituya
a su Madre lo que nos ha prestado a nosotros».
La fidelidad
del Pobrecillo al Evangelio hunde sus raíces en la oración y en el ímpetu de su
amor hacia Cristo y su Madre. El amor lo impulsa a hacerse semejante a la
Persona amada.
En el códice
338 de Asís, donde se reproduce el Saludo a las virtudes, el título
viene presentado bajo esta significativa rúbrica: «Virtudes con que fue
adornada la santa Virgen y debe serlo el alma santa».
Y el Saludo
a la bienaventurada Virgen María, que sigue inmediatamente, concluye así:
«Dios te salve, Madre suya, y a todas vosotras las santas virtudes, que, por la
gracia e iluminación del Espíritu Santo, sois infundidas en los corazones de
los fieles, para que de infieles los hagáis fieles a Dios».
San Francisco
manifiesta claramente que en María ve a la persona que encarna las virtudes
hasta casi identificarse con ellas. María es la síntesis armoniosa de la
sabiduría y de la simplicidad, de la pobreza y de la humildad, de la caridad y
de la obediencia. El Pobrecillo saluda a estas virtudes como «señoras y
reinas», porque resplandecen en la «Señora y Reina del universo», como si
fueran sus manifestaciones en la historia. Con una única mirada, con un único
anhelo, se dirige a María y a las virtudes y les ruega que vengan a habitar en
las almas, a fin de transformarlas con la gracia del Espíritu Santo.
El Concilio
Vaticano II cierra el decreto sobre la renovación de la vida religiosa
indicando el mismo camino (PC 25). En el Documento de Taizé (n. 15) se
declara: «Sigamos y veneremos a la Virgen María, asociada a la pobreza y a la
pasión de Cristo. Nunca separemos a la Madre del Hijo. Ella es la senda abierta
que conduce a la consecución del espíritu de Cristo pobre y crucificado». Se
refleja aquí, en síntesis, la postura de san Francisco respecto a la Madre de
Dios.
[Cf. Selecciones
de Franciscanismo, n. 19 (1978) 45-46]
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