San Francisco contempla en la Eucaristía el misterio
de Cristo, actualizado en un movimiento dinámico, operativo y vinculante para
la Iglesia. Predomina en él, sin duda, la mirada a la celebración del
Sacrificio Eucarístico, del que brotan exigencias concretas para la vida. En
sus Escritos se destaca bastante cuán natural, inmediata y espontánea le fuese
la referencia de la Eucaristía a la vida de Cristo, a la Pasión, que se renueva
sobre el altar, y a la Resurrección gloriosa, presente, aunque velada por el
misterio.
En la primera Admonición leemos: «Mirad: cada
día se humilla, como cuando desde el trono real vino al seno de la Virgen; cada
día viene a nosotros vestido de humildad; cada día desciende del seno del Padre
al altar, a las manos del sacerdote... Y así el Señor está siempre con sus
fieles, como dice Él mismo: Mirad que yo estoy con vosotros hasta el fin del
mundo (Mt 28,20)».
Para san Francisco, la Eucaristía es, con toda
verdad, el Hijo de Dios en medio de los hombres, el Emmanuel-Dios con nosotros.
No necesita razonar ni demostrar; él contempla, con la simplicidad de su fe, el
prolongarse de la Encarnación sobre el altar y lo describe en términos de una
transparencia cristalina. Al leer tales palabras del Pobrecillo, en la escucha
silenciosa interior de estos pensamientos, casi parece estar mecidos por las
melodías pastoriles del tiempo navideño, se advierte el ritmo de una
contemplación modulada sobre una dulce onda musical que funde tierra y cielo en
armonía inefable. Hay un algo que evoca la embriaguez indescriptible de la
Navidad en Greccio.
El éxtasis seráfico se cierne entre el misterio del
Pesebre y el «Hoy del Altar», en aquel triple expresivo «cada día», que fija la
atención en una presencia real, siempre nueva, actual, sorprendente. Y
desemboca en el candor de una visión, cargada de maravilla y de gozosa certeza:
«así el Señor está siempre con sus fieles, como dice Él mismo: Mirad que yo
estoy con vosotros hasta el fin del mundo».
Por la Pasión, que se renueva en el sacrificio
eucarístico, el Estigmatizado del Alverna hace saltar chispas de su corazón,
que apenas centellean, pero que captadas son capaces de transformar a quien las
retiene y se las mete dentro.
En la Carta a toda la Orden, dirigiéndose a
los sacerdotes, les recomienda encarecidamente y de forma conmovedora que
celebren «con reverencia el verdadero sacrificio del santísimo Cuerpo y Sangre
de nuestro Señor Jesucristo... Si alguno hiciere de otro modo, se convierte en
Judas traidor y se hace reo del Cuerpo y Sangre del Señor (cf. 1 Cor 11,27)». Y
continúa: «Recordad, hermanos míos sacerdotes, lo que está escrito respecto a
la ley de Moisés, cuyos transgresores, aun en las cosas materiales, morían sin
remisión alguna por sentencia del Señor (cf. Heb 10,28). ¿Cuánto mayores y más
terribles castigos merecerá padecer el que hollare al Hijo de Dios y profanare
la Sangre del Testamento, en la cual ha sido santificado, e hiciere afrenta al
espíritu de la gracia? (Heb 10,29). El hombre, en efecto, desprecia, profana y
pisotea al Cordero de Dios cuando, como dice el Apóstol, sin apreciar ni
discernir el santo pan de Cristo respecto de los otros manjares o cosas, o lo
come siendo indigno, o también, si fuese digno, lo come vana e indignamente,
cuando el Señor dice por el profeta: Maldito el hombre que hace las obras de
Dios con engaño (cf. Jer 48,10). Y condena a los sacerdotes que no quieren
grabar esto de veras sobre su corazón, diciendo: Maldeciré vuestras bendiciones
(Mal 2,2)» (CtaO 14.17-20).
Es verdaderamente impresionante cómo habla san
Francisco de las faltas contra la Eucaristía. No distinguir el pan consagrado,
comerlo indignamente o también sin provecho, equivale a la traición de Judas e
incluso a la profanación de la Sangre de la Alianza, al desprecio del Cordero
de Dios y al ultraje al Espíritu Santo. Llama la atención cómo aplica pasajes
bíblicos y amenazas divinas, no sólo por culpas graves contra la Eucaristía,
sino también por atenciones no prestadas, descuidos y apatías hacia tan gran
Misterio. Esto es ciertamente porque entrevé ahí la renovación de los
sufrimientos de la Pasión.
[Cf. Selecciones de Franciscanismo, n. 19
(1978) 40-41
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