Una mirada
reeducada por Cristo
La mirada del
hombre moderno se ha vuelto triste porque el hombre sólo sabe ver cosas-objeto
de explotación o de consumo. El hombre ha achatado la tierra. Las cosas han
perdido su dimensión simbólica, sagrada. Dios ya no está presente en ellas. Sólo
quedan «cosas». El hombre ha perdido al mismo tiempo la capacidad de
admiración. Incluso el cielo plagado de estrellas ha dejado de narrar la gloria
de Dios; es un lugar que hay que explorar o explotar sin más. Los seres creados
ya no transmiten «mensajes». Así las cosas, el hombre se ve remitido a sí
mismo, a su horizonte limitado, a su soledad, y su mirada se abisma a menudo en
la decepción.
En la
intimidad con su Señor, Francisco aprendió a admirar. El Espíritu de Cristo
despertó su mirada. Pues Cristo fue el primero que invitó a los hombres a saber
mirar a través del mundo creado el anuncio de un universo más hermoso
todavía, el del Reino, y a presentir en el mundo creado la acción permanente
del Padre. Cristo tuvo esta mirada asombrada. Y en esa mirada de Cristo
Francisco supo educar también su propia mirada. Jesús vibró ante la belleza del
mundo creado, desde la caña que dobla el viento, el sendero pedregoso en el que
el sembrador pierde sus granos, la rojez llameante del ocaso del sol, hasta la gallina
que recoge a sus polluelos bajo sus alas. Y Jesús discierne en todo ello un signo
del misterio que Él revela. Jesús es la fuente, la luz, el camino, el pan, la
piedra, la puerta. Todo es reflejo de su propio misterio. Jesús nos brinda la
inteligencia profunda de las cosas creadas. Toda la creación habla de Él y de
su Padre.
Francisco
extrae su propia admiración de la capacidad admirativa de Cristo. Y su marcada
preferencia por las criaturas más humildes la impulsa también esta misma mirada
crística. Ve en ellas un signo de la humildad y del anonadamiento de
Cristo: «La piedad del Santo se llenaba de una mayor terneza cuando consideraba
el primer y común origen de todos los seres, y llamaba a las criaturas todas
-por más pequeñas que fueran- con los nombres de hermano o hermana, pues sabía
que todas ellas tenían con él un mismo principio. Pero profesaba un afecto más
dulce y entrañable a aquellas criaturas que por su semejanza natural reflejan
la mansedumbre de Cristo y queda constancia de ello en la Escritura. Muchas
veces rescató corderos que eran llevados al matadero, recordando al mansísimo
Cordero, que quiso ser conducido a la muerte para redimir a los pecadores» (LM
8,6). «También ardía en vehemente amor por los gusanillos, porque había leído
que se dijo del Salvador: Yo soy gusano y no hombre (Sal 21,7). Y por esto los
recogía del camino y los colocaba en lugar seguro para que no los escorchasen
con sus pies los transeúntes» (1 Cel 80).
«¿Quién podrá
explicar la alegría que provocaba en su espíritu la belleza de las flores, al
contemplar la galanura de sus formas y al aspirar la fragancia de sus aromas?
Al instante dirigía el ojo y la consideración a la hermosura de aquella
flor que, brotando luminosa en la primavera de la raíz de Jesé
(Cristo), dio vida con su fragancia a millares de muertos» (1 Cel 81).
«Por este
motivo, amaba con más cariño y contemplaba con mayor regocijo las
cosas en las que se encontraba alguna semejanza alegórica del Hijo de Dios»
(1 Cel 77).
Lo que podría
aparecer como una mera ingenuidad, en Francisco era, de hecho, fruto de esa
«mirada simbólica». Jesús viviente ilumina ya, desde dentro, toda la creación
reconciliada en Él.
«Bien lo
saben cuantos hermanos convivieron con él: qué a diario, qué de continuo traía
en sus labios la conversación sobre Jesús... ¡Qué intimidades las suyas con
Jesús! Jesús en el corazón, Jesús en los labios, Jesús en los oídos, Jesús en
los ojos, Jesús en las manos, Jesús presente siempre en todos sus miembros...
Es más: si, estando de viaje, cantaba a Jesús o meditaba en Él, muchas veces
olvidaba que estaba de camino y se ponía a invitar a todas las criaturas a
loar a Jesús. Porque con ardoroso amor llevaba y conservaba siempre en su
corazón a Jesucristo, y éste crucificado, fue señalado gloriosísimamente sobre
todos con el sello de Cristo; con mirada extática le contemplaba sentado, en
gloria indecible e incomprensible, a la derecha del Padre, con el cual, Él,
coaltísimo Hijo del Altísimo, en la unidad del Espíritu Santo, vive y reina,
vence e impera, Dios eternamente glorioso por todos los siglos de los siglos»
(1 Cel 115)
[Cf. en texto
completo en Selecciones de Franciscanismo n. 36 (1983) 375-383]
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