domingo, 15 de abril de 2012

La admiración de Francisco de Asís

Por Michel Hubaut, OFM

Una mirada reeducada por Cristo

La mirada del hombre moderno se ha vuelto triste porque el hombre sólo sabe ver cosas-objeto de explotación o de consumo. El hombre ha achatado la tierra. Las cosas han perdido su dimensión simbólica, sagrada. Dios ya no está presente en ellas. Sólo quedan «cosas». El hombre ha perdido al mismo tiempo la capacidad de admiración. Incluso el cielo plagado de estrellas ha dejado de narrar la gloria de Dios; es un lugar que hay que explorar o explotar sin más. Los seres creados ya no transmiten «mensajes». Así las cosas, el hombre se ve remitido a sí mismo, a su horizonte limitado, a su soledad, y su mirada se abisma a menudo en la decepción.

En la intimidad con su Señor, Francisco aprendió a admirar. El Espíritu de Cristo despertó su mirada. Pues Cristo fue el primero que invitó a los hombres a saber mirar a través del mundo creado el anuncio de un universo más hermoso todavía, el del Reino, y a presentir en el mundo creado la acción permanente del Padre. Cristo tuvo esta mirada asombrada. Y en esa mirada de Cristo Francisco supo educar también su propia mirada. Jesús vibró ante la belleza del mundo creado, desde la caña que dobla el viento, el sendero pedregoso en el que el sembrador pierde sus granos, la rojez llameante del ocaso del sol, hasta la gallina que recoge a sus polluelos bajo sus alas. Y Jesús discierne en todo ello un signo del misterio que Él revela. Jesús es la fuente, la luz, el camino, el pan, la piedra, la puerta. Todo es reflejo de su propio misterio. Jesús nos brinda la inteligencia profunda de las cosas creadas. Toda la creación habla de Él y de su Padre.

Francisco extrae su propia admiración de la capacidad admirativa de Cristo. Y su marcada preferencia por las criaturas más humildes la impulsa también esta misma mirada crística. Ve en ellas un signo de la humildad y del anonadamiento de Cristo: «La piedad del Santo se llenaba de una mayor terneza cuando consideraba el primer y común origen de todos los seres, y llamaba a las criaturas todas -por más pequeñas que fueran- con los nombres de hermano o hermana, pues sabía que todas ellas tenían con él un mismo principio. Pero profesaba un afecto más dulce y entrañable a aquellas criaturas que por su semejanza natural reflejan la mansedumbre de Cristo y queda constancia de ello en la Escritura. Muchas veces rescató corderos que eran llevados al matadero, recordando al mansísimo Cordero, que quiso ser conducido a la muerte para redimir a los pecadores» (LM 8,6). «También ardía en vehemente amor por los gusanillos, porque había leído que se dijo del Salvador: Yo soy gusano y no hombre (Sal 21,7). Y por esto los recogía del camino y los colocaba en lugar seguro para que no los escorchasen con sus pies los transeúntes» (1 Cel 80).

«¿Quién podrá explicar la alegría que provocaba en su espíritu la belleza de las flores, al contemplar la galanura de sus formas y al aspirar la fragancia de sus aromas? Al instante dirigía el ojo y la consideración a la hermosura de aquella flor que, brotando luminosa en la primavera de la raíz de Jesé (Cristo), dio vida con su fragancia a millares de muertos» (1 Cel 81).

«Por este motivo, amaba con más cariño y contemplaba con mayor regocijo las cosas en las que se encontraba alguna semejanza alegórica del Hijo de Dios» (1 Cel 77).

Lo que podría aparecer como una mera ingenuidad, en Francisco era, de hecho, fruto de esa «mirada simbólica». Jesús viviente ilumina ya, desde dentro, toda la creación reconciliada en Él.

«Bien lo saben cuantos hermanos convivieron con él: qué a diario, qué de continuo traía en sus labios la conversación sobre Jesús... ¡Qué intimidades las suyas con Jesús! Jesús en el corazón, Jesús en los labios, Jesús en los oídos, Jesús en los ojos, Jesús en las manos, Jesús presente siempre en todos sus miembros... Es más: si, estando de viaje, cantaba a Jesús o meditaba en Él, muchas veces olvidaba que estaba de camino y se ponía a invitar a todas las criaturas a loar a Jesús. Porque con ardoroso amor llevaba y conservaba siempre en su corazón a Jesucristo, y éste crucificado, fue señalado gloriosísimamente sobre todos con el sello de Cristo; con mirada extática le contemplaba sentado, en gloria indecible e incomprensible, a la derecha del Padre, con el cual, Él, coaltísimo Hijo del Altísimo, en la unidad del Espíritu Santo, vive y reina, vence e impera, Dios eternamente glorioso por todos los siglos de los siglos» (1 Cel 115)

[Cf. en texto completo en Selecciones de Franciscanismo n. 36 (1983) 375-383]

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