miércoles, 4 de abril de 2012

¡Francisco, enséñanos a orar!
 Jesús en la Eucaristía

Por Francesco Saverio Toppi, OFMCap

En verdad, san Francisco podría ser llamado, más que el santo del belén o de las llagas, el santo de la Eucaristía. Para testificarlo tenemos sus Escritos, que son ciertamente el exponente más auténtico y genuino de su espíritu. El tema de la Eucaristía, junto al de la Palabra de Dios, es el más acentuado, el más apasionadamente tratado.

Su primer biógrafo declara: «Ardía en fervor, que le penetraba hasta la médula, para con el sacramento del cuerpo del Señor, admirando locamente su cara condescendencia y su condescendiente caridad. Juzgaba notable desprecio no oír cada día, a lo menos, una misa, pudiendo oírla. Comulgaba con frecuencia y con devoción tal, como para infundirla también en los demás. Como tenía en gran reverencia lo que es digno de toda reverencia, ofrecía el sacrificio de todos los miembros, y al recibir al Cordero inmolado inmolaba también el alma en el fuego que le ardía de continuo en el altar del corazón» (2 Cel 201).

Tan elocuente testimonio encuentra confirmación en los Escritos, que manifiestan a cada paso un ardiente celo por la Eucaristía. Bastaría para convencernos de ello leer, por ejemplo, las Cartas dirigidas a los Clérigos y a los Custodios.

San Francisco quiso promover un culto plebiscitario a Jesús Eucaristía, una misión eucarística a nivel mundial. Para Francisco, Cristo Jesús lo es todo; el anhelo más profundo y ardiente de su corazón es vivir, amar, poseer a Jesús; y él sabe bien y cree de veras que puede encontrarlo personalmente presente, operante sobre la tierra, palpitante de amor en la Eucaristía. En el Testamento dejará escrito, como compendio de su pensamiento a este respecto: «Nada del mismo altísimo Hijo de Dios veo corporalmente en este mundo, sino su santísimo Cuerpo y su santísima Sangre» (Test 10).

Él vivió en un tiempo en que el culto eucarístico estaba increíblemente descuidado por los fieles y por los mismos sacerdotes; además, algunos herejes, como los Cátaros y los Albigenses, negaban la presencia real y hacían de las especies eucarísticas el blanco sacrílego de su odio a la fe católica. El Santo afrontó el problema con la conciencia de que el Señor le había confiado una misión, e imprimió a su apostolado el tono predominante de una Cruzada Eucarística de reparación.

San Francisco está demasiado convencido, Evangelio en mano, de la necesidad de la Eucaristía para la salvación del hombre, y por ello no duda en encargar a sus hermanos que hagan de ella tema principal de apostolado. La fe viva en la presencia real de Jesús lo arrastra a la adoración, la alabanza, la acción de gracias, y, superando toda barrera, Francisco abraza al universo y quiere envolverlo en este gozoso canto de respuesta al Amor.

En tiempos oscuros para el culto eucarístico, estas palabras marcaron el principio y fueron eficaz profecía de una época nueva. Algunos decenios más tarde, fue instituida la solemnidad del Corpus Domini, con las procesiones festivas del Santísimo Sacramento; sucediéronse en los siglos posteriores las Cuarenta Horas, la Adoración perpetua, los Congresos Eucarísticos a todos los niveles, y pareció cumplirse el ardiente voto del Serafín de Asís: «Todo el pueblo tribute alabanzas y acción de gracias al Dios omnipotente en toda la tierra» (1CtaCus 8).

El Vaticano II ha resumido la historia y la teología al presentar el sacrificio eucarístico como «fuente y cima de toda la vida cristiana» (LG 11): «Los demás sacramentos, como también todos los ministerios eclesiales y las obras de apostolado, están unidos a la Eucaristía y a ella se ordenan. La sagrada Eucaristía, en efecto, contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, a Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan de vida, que da la vida a los hombres por medio del Espíritu Santo» (PO 5).

[Cf. Selecciones de Franciscanismo, n. 19 (1978) 37-40]

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