En verdad, san Francisco podría ser llamado,
más que el santo del belén o de las llagas, el santo de la Eucaristía. Para
testificarlo tenemos sus Escritos, que son ciertamente el exponente más
auténtico y genuino de su espíritu. El tema de la Eucaristía, junto al de la
Palabra de Dios, es el más acentuado, el más apasionadamente tratado.
Su primer biógrafo declara: «Ardía en fervor,
que le penetraba hasta la médula, para con el sacramento del cuerpo del Señor,
admirando locamente su cara condescendencia y su condescendiente caridad.
Juzgaba notable desprecio no oír cada día, a lo menos, una misa, pudiendo
oírla. Comulgaba con frecuencia y con devoción tal, como para infundirla
también en los demás. Como tenía en gran reverencia lo que es digno de toda reverencia,
ofrecía el sacrificio de todos los miembros, y al recibir al Cordero inmolado
inmolaba también el alma en el fuego que le ardía de continuo en el altar del
corazón» (2 Cel 201).
Tan elocuente testimonio encuentra
confirmación en los Escritos, que manifiestan a cada paso un ardiente celo por
la Eucaristía. Bastaría para convencernos de ello leer, por ejemplo, las Cartas
dirigidas a los Clérigos y a los Custodios.
San Francisco quiso promover un culto
plebiscitario a Jesús Eucaristía, una misión eucarística a nivel mundial. Para
Francisco, Cristo Jesús lo es todo; el anhelo más profundo y ardiente de su
corazón es vivir, amar, poseer a Jesús; y él sabe bien y cree de veras que
puede encontrarlo personalmente presente, operante sobre la tierra, palpitante
de amor en la Eucaristía. En el Testamento dejará escrito, como
compendio de su pensamiento a este respecto: «Nada del mismo altísimo Hijo de
Dios veo corporalmente en este mundo, sino su santísimo Cuerpo y su santísima
Sangre» (Test 10).
Él vivió en un tiempo en que el culto
eucarístico estaba increíblemente descuidado por los fieles y por los mismos
sacerdotes; además, algunos herejes, como los Cátaros y los Albigenses, negaban
la presencia real y hacían de las especies eucarísticas el blanco sacrílego de
su odio a la fe católica. El Santo afrontó el problema con la conciencia de que
el Señor le había confiado una misión, e imprimió a su apostolado el tono
predominante de una Cruzada Eucarística de reparación.
San Francisco está demasiado convencido,
Evangelio en mano, de la necesidad de la Eucaristía para la salvación del
hombre, y por ello no duda en encargar a sus hermanos que hagan de ella tema
principal de apostolado. La fe viva en la presencia real de Jesús lo arrastra a
la adoración, la alabanza, la acción de gracias, y, superando toda barrera,
Francisco abraza al universo y quiere envolverlo en este gozoso canto de
respuesta al Amor.
En tiempos oscuros para el culto eucarístico,
estas palabras marcaron el principio y fueron eficaz profecía de una época
nueva. Algunos decenios más tarde, fue instituida la solemnidad del Corpus
Domini, con las procesiones festivas del Santísimo Sacramento; sucediéronse
en los siglos posteriores las Cuarenta Horas, la Adoración perpetua, los Congresos
Eucarísticos a todos los niveles, y pareció cumplirse el ardiente voto del
Serafín de Asís: «Todo el pueblo tribute alabanzas y acción de gracias al Dios
omnipotente en toda la tierra» (1CtaCus 8).
El Vaticano II ha resumido la historia y la
teología al presentar el sacrificio eucarístico como «fuente y cima de toda la
vida cristiana» (LG 11): «Los demás sacramentos, como también todos los
ministerios eclesiales y las obras de apostolado, están unidos a la Eucaristía
y a ella se ordenan. La sagrada Eucaristía, en efecto, contiene todo el bien
espiritual de la Iglesia, es decir, a Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan de
vida, que da la vida a los hombres por medio del Espíritu Santo» (PO 5).
[Cf. Selecciones de Franciscanismo, n.
19 (1978) 37-40]
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