Fue voluntad de Dios que abandonara todo lo
más querido y grato; y le rindo gracias constantemente por haberme traído a la
vida religiosa, en la que he encontrado tanta paz y felicidad, como jamás la
había disfrutado en el mundo.
Mi forma de vida consiste principalmente en
esto: amar y padecer, contemplando, adorando, admirando constantemente el
inefable amor que Dios manifiesta hacia las criaturas más humildes. Y nunca se
logra llegar al fondo de este amor de Dios.
Estoy unido siempre con Dios, mi sumo bien, y
no hay cosa alguna que me pueda separar de él; digo más: cuanto mayores son las
ocupaciones que tengo, tanto más se aumenta y siento en mí esta unión con Dios.
Trato y hablo familiarmente con Dios como un hijo con su padre, redoblo mis
súplicas y mis gemidos, y le manifiesto con filial confianza cuanto aflige y
preocupa a mi espíritu. Y si alguna vez caigo en pecado, le pido perdón con
gran humildad, diciéndole que quiero ser con él un hijo bueno y dócil, y que
sólo deseo crecer en caridad, amándole más.
Cuando necesito ejercitarme en las virtudes de
la mansedumbre y de la humildad, me basta fijar la vista y contemplar el
crucifijo, que es mi libro. Y, así, una mirada a Jesús crucificado me es
suficiente para saber afrontar todas las situaciones. De esta forma, me
ejercito en la humildad, en la mansedumbre, en la paciencia, en una palabra,
aprendo a llevar mi cruz: más aún, esa cruz se me vuelve dulce y su yugo suave.
Acepto con agradecimiento las alegrías y las
penas como venidas de las manos del Padre celestial: porque él conoce mejor que
nadie lo que más nos conviene. Por eso mismo, me alegro en el Señor, y sólo me
duele no amarle como se merece. ¡Oh, si llegara a ser un serafín de amor!
Ardientemente deseo que las criaturas me ayuden a amar a Dios sobre todas las
cosas. Porque la caridad no acaba nunca.
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