domingo, 8 de abril de 2012

¡Francisco, enséñanos a orar! 
María junto a Cristo, en la fe y devoción de Francisco (II)

Por Francesco Saverio Toppi, OFMCap

El amor de san Francisco a la Virgen se hace uno con el compromiso de vida evangélica, pasa a través de Cristo y llega, finalmente, a la santísima Trinidad, donde María tiene su propia morada, el origen y la meta de su ser, tipo y ejemplar para todo cristiano.

Lo dicho se pone muy bien de relieve en las dos sublimes y densas oraciones marianas que se conservan de nuestro Santo: en el Saludo a bienaventurada Virgen María y en la Antífona del Oficio de la Pasión del Señor.

En la primera, ella es «la elegida por el Padre santísimo del cielo, a la cual consagró con su santísimo y amado Hijo y con el Espíritu Santo Paráclito, en ella estuvo y está toda la plenitud de la gracia y todo bien».

En la Antífona del Oficio de la Pasión, María es contemplada como «Hija y esclava del altísimo y sumo Rey el Padre del cielo, Madre del santísimo Señor nuestro Jesucristo, Esposa del Espíritu Santo...».

Digna de destacarse es la rúbrica añadida a esta oración: «Adviértase que la susodicha antífona se dice a todas las horas; y sirve de antífona, capítulo, himno, versículo y oración; y lo mismo a maitines y demás horas. Ninguna otra cosa decía en ellas más que esta antífona con sus salmos».

Es fácil deducir de ello que Francisco demoraba en esta oración y que la consideraba comprensiva de todos los elementos de la Liturgia de las Horas. María lo conducía fácilmente a la comunión de vida con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, hasta el punto de que le bastaba como tema del salmo (antífona), como pasaje de la Escritura (capítulo y maitines), como canto de alabanza (himno), como reflexión personal sobre un pensamiento escogido de la Escritura (versículo), como síntesis de la oración en la celebración de la Liturgia de las Horas (oración).

María, en sus relaciones de Hija con el Padre, de Madre con el Hijo, de Esposa con el Espíritu Santo, es el prototipo de la Iglesia, «Pueblo reunido en la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (LG 4 y 63); y lo es, a la vez, de la vida contemplativa y de la mística esencial que, a su vez, expresa «la plenitud de la presencia de la Iglesia» (Ad Gentes 18).

En esta contemplación de María en el seno de la Santísima Trinidad, Francisco condensaba su oración eclesial y su experiencia inefable de amor a las Tres Divinas Personas. Creemos no estar lejos de la verdad al individuar aquí uno de los elementos determinantes de su introducción en la vida contemplativa.

Un experto y agudo teólogo, Divo Barsotti, ha escrito recientemente: «Es admirable que, tanto en Oriente como en Occidente, la oración que prepara el alma para la vida contemplativa sea siempre una oración dirigida a la Virgen. Es como si la Virgen nos tomase de la mano, nos acompañase, nos introdujese en el misterio de Dios».

San Francisco es una prueba tangible de esta acción de María en la oración. María lo tomó y lo llevó de la mano, en su iglesita de la Porciúncula, desde el comienzo de su conversión hasta la muerte, hasta la posesión beatífica del Dios Uno y Trino.

En la antífona mariana queda todavía otra particularidad que destacar: María es llamada aquí, quizá por primera vez en la historia, Esposa del Espíritu Santo. Debe tener un significado profundo y original este apelativo, dado que Francisco alude a él en otro lugar, rompiendo con una cierta tradición. En efecto, mientras habitualmente a las vírgenes consagradas se las llama «esposas de Cristo», Francisco, al escribir a Clara y a sus Hermanas la «Forma de vida», les dice que «se han desposado con el Espíritu Santo».

El motivo hay que buscarlo, sin más, en la experiencia personal intensa de los dones del Espíritu Santo y en la primacía del amor, operante en su vida interior y en su familia espiritual. María, morada y esposa del Espíritu Santo, se le presenta a Francisco como figura ideal y maestra.

De aquí, el origen de su familia religiosa como «Fraternidad», cuyo Ministro General es el Espíritu Santo: «Ante Dios -decía Francisco- no hay acepción de personas, y el Espíritu Santo, Ministro General de la Religión, desciende por igual sobre el pobre y sencillo, como sobre el rico y sabio» (2 Cel 193); de aquí, su insistencia en que sus hermanos estuviesen unidos, se amasen mutuamente como hijos de una misma madre, permaneciesen juntos en el vivir según el Evangelio y en el orar. Véase lo que narra Celano (2 Cel 191-193), y la oración de Jesús por la unidad de sus discípulos, que san Francisco transcribe en el cap. 22 de la primera Regla (1 R 22).

[Cf. Selecciones de Franciscanismo, n. 19 (1978) 46-48]

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