El amor de
san Francisco a la Virgen se hace uno con el compromiso de vida evangélica,
pasa a través de Cristo y llega, finalmente, a la santísima Trinidad, donde
María tiene su propia morada, el origen y la meta de su ser, tipo y ejemplar
para todo cristiano.
Lo dicho se
pone muy bien de relieve en las dos sublimes y densas oraciones marianas que se
conservan de nuestro Santo: en el Saludo a bienaventurada Virgen María y
en la Antífona del Oficio de la Pasión del Señor.
En la
primera, ella es «la elegida por el Padre santísimo del cielo, a la cual
consagró con su santísimo y amado Hijo y con el Espíritu Santo Paráclito, en
ella estuvo y está toda la plenitud de la gracia y todo bien».
En la Antífona
del Oficio de la Pasión, María es contemplada como «Hija y esclava del
altísimo y sumo Rey el Padre del cielo, Madre del santísimo Señor nuestro
Jesucristo, Esposa del Espíritu Santo...».
Digna de
destacarse es la rúbrica añadida a esta oración: «Adviértase que la susodicha
antífona se dice a todas las horas; y sirve de antífona, capítulo, himno,
versículo y oración; y lo mismo a maitines y demás horas. Ninguna otra cosa
decía en ellas más que esta antífona con sus salmos».
Es fácil
deducir de ello que Francisco demoraba en esta oración y que la consideraba
comprensiva de todos los elementos de la Liturgia de las Horas. María lo
conducía fácilmente a la comunión de vida con el Padre, el Hijo y el Espíritu
Santo, hasta el punto de que le bastaba como tema del salmo (antífona), como
pasaje de la Escritura (capítulo y maitines), como canto de alabanza (himno),
como reflexión personal sobre un pensamiento escogido de la Escritura
(versículo), como síntesis de la oración en la celebración de la Liturgia de
las Horas (oración).
María, en sus
relaciones de Hija con el Padre, de Madre con el Hijo, de Esposa con el
Espíritu Santo, es el prototipo de la Iglesia, «Pueblo reunido en la unidad del
Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (LG 4 y 63); y lo es, a la vez, de la
vida contemplativa y de la mística esencial que, a su vez, expresa «la plenitud
de la presencia de la Iglesia» (Ad Gentes 18).
En esta
contemplación de María en el seno de la Santísima Trinidad, Francisco
condensaba su oración eclesial y su experiencia inefable de amor a las Tres
Divinas Personas. Creemos no estar lejos de la verdad al individuar aquí uno de
los elementos determinantes de su introducción en la vida contemplativa.
Un experto y
agudo teólogo, Divo Barsotti, ha escrito recientemente: «Es admirable que,
tanto en Oriente como en Occidente, la oración que prepara el alma para la vida
contemplativa sea siempre una oración dirigida a la Virgen. Es como si la
Virgen nos tomase de la mano, nos acompañase, nos introdujese en el misterio de
Dios».
San Francisco
es una prueba tangible de esta acción de María en la oración. María lo tomó y
lo llevó de la mano, en su iglesita de la Porciúncula, desde el comienzo de su
conversión hasta la muerte, hasta la posesión beatífica del Dios Uno y Trino.
En la
antífona mariana queda todavía otra particularidad que destacar: María es
llamada aquí, quizá por primera vez en la historia, Esposa del Espíritu
Santo. Debe tener un significado profundo y original este apelativo, dado
que Francisco alude a él en otro lugar, rompiendo con una cierta tradición. En
efecto, mientras habitualmente a las vírgenes consagradas se las llama «esposas
de Cristo», Francisco, al escribir a Clara y a sus Hermanas la «Forma de vida»,
les dice que «se han desposado con el Espíritu Santo».
El motivo hay
que buscarlo, sin más, en la experiencia personal intensa de los dones del
Espíritu Santo y en la primacía del amor, operante en su vida interior y en su
familia espiritual. María, morada y esposa del Espíritu Santo, se le presenta a
Francisco como figura ideal y maestra.
De aquí, el
origen de su familia religiosa como «Fraternidad», cuyo Ministro General es el
Espíritu Santo: «Ante Dios -decía Francisco- no hay acepción de personas, y el
Espíritu Santo, Ministro General de la Religión, desciende por igual sobre el
pobre y sencillo, como sobre el rico y sabio» (2 Cel 193); de aquí, su
insistencia en que sus hermanos estuviesen unidos, se amasen mutuamente como
hijos de una misma madre, permaneciesen juntos en el vivir según el Evangelio y
en el orar. Véase lo que narra Celano (2 Cel 191-193), y la oración de Jesús
por la unidad de sus discípulos, que san Francisco transcribe en el cap. 22 de
la primera Regla (1 R 22).
[Cf. Selecciones
de Franciscanismo, n. 19 (1978) 46-48]
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