viernes, 6 de abril de 2012

¡Franciscno, enséñanos a orar! 
El misterio de Cristo sobre el altar (II)

Por Francesco Saverio Toppi, OFMCap

San Francisco contempla casi en una mirada única el sacrificio del altar y el del Calvario, con una transición tan rápida, que apenas se percibe. En la Carta a los Fieles enlaza la institución de la Eucaristía con el relato de la Pasión, concluyendo con un amargo llanto por aquellos que rechazan la salvación ganada en la Cruz, no recibiendo la Eucaristía o recibiéndola mal. En el Testamento recomienda aquella oración que va dirigida a la vez a Cristo Crucificado y Eucarístico: «Te adoramos, Señor Jesucristo...» (Test 5).

Para san Francisco, la Pasión no se relega al pasado, sino que se sitúa, se repite hoy en el hombre que peca. Calcando un pensamiento de la Carta a los Hebreos (6,6), apostrofa así a aquél que peca: «Los demonios no lo crucificaron, sino tú con ellos lo crucificaste y aún lo crucificas deleitándote en los vicios y pecados» (Adm 5). Si, pues, Francisco llora por el Crucificado, es porque lo ve crucificado hoy en el hombre y por esto quiere andar por todo el mundo a llamar a los hombres a la penitencia, llorando la Pasión del Señor.

Aquí está subyacente la teología paulina del Cuerpo Místico, con la intuición de la esencia del Sacrificio eucarístico. La Pasión de Cristo se renueva en la humanidad pecadora y se proyecta sobre el altar en la celebración eucarística, que «proclama la muerte del Señor, hasta que Él venga» (1 Cor 11,26). El cristiano participa de veras en la Eucaristía en la medida en que con su compromiso evangélico lleva a término la obra de la redención, «completando en su carne mortal lo que falta a las penalidades del Mesías por su cuerpo que es la Iglesia» (Col 1,24).

Para recibir fructuosamente el Cuerpo y la Sangre del Señor, será indispensable, consiguientemente, eliminar el pecado, el amor propio, y hacer espacio al Espíritu Santo. En esta línea bíblica y teológica, escribe Francisco en su primera Admonición: «De donde, el Espíritu del Señor, que mora en sus fieles, es quien recibe el santísimo Cuerpo y Sangre del Señor. Todos los demás, que carecen del mismo Espíritu y se atreven a recibir al Señor, comen y beben su propia sentencia (1 Cor 11,29)». El Espíritu Santo, principio y término de la Eucaristía, exige y crea una vida nueva, dando en la Eucaristía una participación efectiva en la vida de Cristo Resucitado.

Pablo VI ha señalado a Francisco de Asís como el santo que supo realizar la síntesis entre la Pasión y la Resurrección, entre la espiritualidad de la Cruz y la teología de la Gloria (Analecta OFMCap 1965, 90).

En la Carta a toda la Orden, después de referirse a la Pasión, escribe Francisco: «Escuchad, hermanos míos... si se venera el sepulcro donde reposó el cuerpo de Cristo algún tiempo, ¡cuán santo, justo y digno ha de ser quien toma en sus manos, come con la boca y el corazón, y da a los otros para que lo coman, al que ya no ha de morir, sino que ha de ser eternamente vencedor y glorificado, a quien los ángeles desean contemplar! ...Que todo hombre tiemble, que todo el mundo se estremezca y que el cielo salte de gozo cuando Cristo, el Hijo de Dios vivo, está sobre el altar en las manos del sacerdote. ¡Oh admirable grandeza y estupenda condescendencia! ¡Oh sublime humildad! ¡Oh humilde sublimidad!: ¡Que el Señor del universo, Dios e Hijo de Dios, se humille hasta el punto de esconderse, para nuestra salvación, bajo la modesta apariencia del pan!» (CtaO 21-22 y 26-27).

Es evidente que nuestro Santo contempla en la Hostia al Señor Resucitado, glorioso a la diestra del Padre, centro del paraíso, soberano del universo. Rebosante de entusiasmo, invita a todas las criaturas del cielo y de la tierra a exultar, a gozar de la embriaguez de espíritu en la presencia del Viviente, del mismo Señor Jesús, que constituye la felicidad de los bienaventurados. En éxtasis de amor, exclama el Serafín de Asís: ¡Jesús está aquí! ¡Jesús, el paraíso de todos los corazones! ¡Jesús nos ama hasta el extremo de dársenos personalmente en comida y bebida! Consiguientemente, con lógica lineal, atenazante, concluye: «Considerad, hermanos, la humildad de Dios y derramad ante Él vuestro corazón; humillaos también vosotros y seréis ensalzados por Él. No os reservéis, pues, nada de vosotros para vosotros mismos, a fin de que os reciba enteramente quien enteramente se os entrega» (CtaO 28-29).

Una vez más la oración se enlaza con la vida; banco de prueba y sello distintivo de la adoración «en espíritu y verdad», tan cara al Pobrecillo, es un comportamiento moral adecuado, un reproducir al vivo, con fidelidad y coherencia, la actitud interior de Cristo Jesús. El Documento de Taizé (n. 39) resume esta concepción de la oración franciscana cuando dice: «La señal de que nuestro culto eucarístico es auténtico la tenemos en el esfuerzo por vivir a Cristo y por servirlo en los hermanos, en los pobres y en los enfermos».

[Cf. Selecciones de Franciscanismo, n. 19 (1978) 41-43]

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