San Francisco
contempla casi en una mirada única el sacrificio del altar y el del Calvario,
con una transición tan rápida, que apenas se percibe. En la Carta a los
Fieles enlaza la institución de la Eucaristía con el relato de la Pasión,
concluyendo con un amargo llanto por aquellos que rechazan la salvación ganada
en la Cruz, no recibiendo la Eucaristía o recibiéndola mal. En el Testamento
recomienda aquella oración que va dirigida a la vez a Cristo Crucificado y
Eucarístico: «Te adoramos, Señor Jesucristo...» (Test 5).
Para san
Francisco, la Pasión no se relega al pasado, sino que se sitúa, se repite hoy
en el hombre que peca. Calcando un pensamiento de la Carta a los Hebreos
(6,6), apostrofa así a aquél que peca: «Los demonios no lo crucificaron, sino
tú con ellos lo crucificaste y aún lo crucificas deleitándote en los vicios y
pecados» (Adm 5). Si, pues, Francisco llora por el Crucificado, es porque lo ve
crucificado hoy en el hombre y por esto quiere andar por todo el mundo a llamar
a los hombres a la penitencia, llorando la Pasión del Señor.
Aquí está
subyacente la teología paulina del Cuerpo Místico, con la intuición de la
esencia del Sacrificio eucarístico. La Pasión de Cristo se renueva en la
humanidad pecadora y se proyecta sobre el altar en la celebración eucarística,
que «proclama la muerte del Señor, hasta que Él venga» (1 Cor 11,26). El
cristiano participa de veras en la Eucaristía en la medida en que con su
compromiso evangélico lleva a término la obra de la redención, «completando en
su carne mortal lo que falta a las penalidades del Mesías por su cuerpo que es
la Iglesia» (Col 1,24).
Para recibir
fructuosamente el Cuerpo y la Sangre del Señor, será indispensable,
consiguientemente, eliminar el pecado, el amor propio, y hacer espacio al
Espíritu Santo. En esta línea bíblica y teológica, escribe Francisco en su
primera Admonición: «De donde, el Espíritu del Señor, que mora en sus
fieles, es quien recibe el santísimo Cuerpo y Sangre del Señor. Todos los
demás, que carecen del mismo Espíritu y se atreven a recibir al Señor, comen y
beben su propia sentencia (1 Cor 11,29)». El Espíritu Santo, principio y
término de la Eucaristía, exige y crea una vida nueva, dando en la Eucaristía
una participación efectiva en la vida de Cristo Resucitado.
Pablo VI ha
señalado a Francisco de Asís como el santo que supo realizar la síntesis entre
la Pasión y la Resurrección, entre la espiritualidad de la Cruz y la teología
de la Gloria (Analecta OFMCap 1965, 90).
En la Carta
a toda la Orden, después de referirse a la Pasión, escribe Francisco:
«Escuchad, hermanos míos... si se venera el sepulcro donde reposó el cuerpo de
Cristo algún tiempo, ¡cuán santo, justo y digno ha de ser quien toma en sus
manos, come con la boca y el corazón, y da a los otros para que lo coman, al
que ya no ha de morir, sino que ha de ser eternamente vencedor y glorificado, a
quien los ángeles desean contemplar! ...Que todo hombre tiemble, que todo el
mundo se estremezca y que el cielo salte de gozo cuando Cristo, el Hijo de Dios
vivo, está sobre el altar en las manos del sacerdote. ¡Oh admirable grandeza y
estupenda condescendencia! ¡Oh sublime humildad! ¡Oh humilde sublimidad!: ¡Que
el Señor del universo, Dios e Hijo de Dios, se humille hasta el punto de
esconderse, para nuestra salvación, bajo la modesta apariencia del pan!» (CtaO
21-22 y 26-27).
Es evidente
que nuestro Santo contempla en la Hostia al Señor Resucitado, glorioso a la diestra
del Padre, centro del paraíso, soberano del universo. Rebosante de entusiasmo,
invita a todas las criaturas del cielo y de la tierra a exultar, a gozar de la
embriaguez de espíritu en la presencia del Viviente, del mismo Señor Jesús, que
constituye la felicidad de los bienaventurados. En éxtasis de amor, exclama el
Serafín de Asís: ¡Jesús está aquí! ¡Jesús, el paraíso de todos los corazones!
¡Jesús nos ama hasta el extremo de dársenos personalmente en comida y bebida!
Consiguientemente, con lógica lineal, atenazante, concluye: «Considerad,
hermanos, la humildad de Dios y derramad ante Él vuestro corazón; humillaos
también vosotros y seréis ensalzados por Él. No os reservéis, pues, nada de
vosotros para vosotros mismos, a fin de que os reciba enteramente quien
enteramente se os entrega» (CtaO 28-29).
Una vez más
la oración se enlaza con la vida; banco de prueba y sello distintivo de la
adoración «en espíritu y verdad», tan cara al Pobrecillo, es un comportamiento
moral adecuado, un reproducir al vivo, con fidelidad y coherencia, la actitud
interior de Cristo Jesús. El Documento de Taizé (n. 39) resume esta
concepción de la oración franciscana cuando dice: «La señal de que nuestro
culto eucarístico es auténtico la tenemos en el esfuerzo por vivir a Cristo y
por servirlo en los hermanos, en los pobres y en los enfermos».
[Cf. Selecciones
de Franciscanismo, n. 19 (1978) 41-43]
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