1. «¿No era
necesario que el Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?» (Lc 24,26).
Estas
palabras de Jesús a los dos discípulos que iban de camino a Emaús, resuenan en
nuestro espíritu esta noche, al final del Vía Crucis en el Coliseo.
También ellos, como nosotros, habían oído hablar de los acontecimientos
concernientes a la pasión y la crucifixión de Jesús. De vuelta a su pueblo,
Cristo se les acerca como un peregrino desconocido y ellos se apresuran a
contarle «lo de Jesús el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y
palabras delante de Dios y de todo el pueblo» (Lc 24,19), y cómo los sumos
sacerdotes y magistrados lo condenaron a muerte y lo crucificaron (cf. Lc
24,20). Con tristeza, terminan diciendo: «Nosotros esperábamos que sería él el
que iba a librar a Israel; pero, con todas estas cosas, llevamos ya tres días
desde que esto pasó» (Lc 24,21).
«Nosotros
esperábamos...». Los discípulos están desanimados y abatidos. También para
nosotros es difícil entender por qué la vía de la salvación debe pasar por el
sufrimiento y la muerte.
2. «¿No era
necesario que el Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?» (Lc 24,26).
Nos hacemos
la misma pregunta al final del tradicional Vía Crucis junto al Coliseo. Dentro
de poco, dejaremos este lugar santificado por la sangre de los primeros
mártires y nos dispersaremos en diversas direcciones. Volveremos a nuestras casas,
reflexionando sobre los mismos acontecimientos de los que hablaban los
discípulos de Emaús.
¡Que Jesús se
acerque a cada uno de nosotros y se haga también compañero nuestro de viaje!
Mientras nos acompaña, nos explicará que ha subido al Calvario por nosotros y
ha muerto por nosotros, cumpliendo las Escrituras. De este modo, la dolorosa
escena de la crucifixión, que acabamos de contemplar, se convertirá para cada
uno en una elocuente enseñanza.
Queridos
hermanos y hermanas, el hombre contemporáneo necesita encontrar a Jesús
crucificado y resucitado.
¿Quién, si no
es el divino Condenado, puede comprender plenamente la pena de quien sufre
condenas injustas?
¿Quién, si no
es el Rey ultrajado y humillado, puede satisfacer las expectativas de tantos
hombres y mujeres sin esperanza y sin dignidad?
¿Quién, si no
es el Hijo de Dios crucificado, puede entender el dolor de la soledad de tantas
vidas truncadas y sin futuro?
El poeta
francés Paul Claudel escribía que el Hijo de Dios «nos ha enseñado la vía de
salida del dolor y la posibilidad de su transformación» (Positions et
propositions). Abramos el corazón a Cristo: será Él mismo quien responda a
nuestra más profundas expectativas. Él mismo nos desvelará los misterios de su
pasión y muerte en la cruz.
3. «Entonces se
les abrieron los ojos y lo reconocieron» (Lc 24,31).
Con sus
palabras, el corazón de los dos viandantes desconsolados adquirió serenidad y
comenzó a henchirse de alegría. Reconocieron a su Maestro al partir el pan.
Que los
hombres de hoy, como ellos, al partir el pan, reconozcan en la Eucaristía la
presencia de su Salvador. Que lo encuentren en el sacramento de su Pascua y lo
acojan como compañero de su camino. Él sabrá escucharlos y consolarlos. Sabrá
ser su guía para conducirlos por los senderos de la vida hacia la casa del
Padre.
Adoramus te,
Christe, et benedicimus tibi, quia per sanctam Crucem tuam redemisti mundum: «Te
adoramos, oh Cristo, y te bendecimos, pues por tu santa cruz redimiste el mundo».
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