Reconozcamos en este punto la iniciativa del
Espíritu Santo y la eficiencia determinante de sus dones en el principio mismo
de la vida cristiana y no sólo en su vértice. «Nadie puede venir a mí, si el
Padre que me ha enviado no lo atrae» (Jn 6,44).
San Francisco, como todo otro santo, como todo
simple cristiano que quiere orar y observar el Evangelio, es deudor del
Espíritu Santo, ha recibido del Espíritu Santo la capacidad de orar y de amar
al Señor.
La oración de san Francisco es inconcebible
sin los dones del Espíritu Santo: precisamente, en el florecimiento maravilloso
de estos dones es donde se desarrolla y se irradia en la Iglesia. En esta línea
se inserta un fragmento de la Carta a los Fieles, que quita un velo a la
intimidad mística de Francisco con la santísima Trinidad:
«Y sobre todos ellos y ellas, mientras tales
cosas hagan y perseveren hasta el fin, descansará el Espíritu del Señor y hará
en ellos habitación y morada. Y serán hijos del Padre celestial, cuyas obras
hacen. Y son esposos, hermanos y madres de nuestro Señor Jesucristo. Somos esposos
cuando el alma fiel se une a Jesucristo por el Espíritu Santo. Somos hermanos
cuando cumplimos la voluntad de su Padre que está en el cielo. Somos madres
cuando lo llevamos en el corazón y en nuestro cuerpo por el amor y la
conciencia pura y sincera; lo damos a luz por la operación santa, que debe
alumbrar a los otros para ejemplo suyo.
»¡Oh, cuán glorioso y santo y grande es tener
un Padre en el cielo! ¡Oh, cuán santo, consolador, hermoso y admirable, tener
un Esposo! ¡Oh, cuán santo y cuán querido, agradable, humilde, pacífico, dulce
y amable y deseable sobre toda cosa, tener un tal Hermano e Hijo, que dio su
vida por sus ovejas y oró al Padre por nosotros diciendo: Padre santo, protege
a los que me has confiado» (2CtaF 48-56).
Se advierte aquí la incandescencia de una fe
encendida en el ardor de la contemplación y en el heroísmo de una vida toda
evangélica. Francisco está completamente prendido, poseído por Cristo Jesús, y
canta la alegría de la comunión de vida con la santísima Trinidad, que mora en
el fiel bautizado. El punto de encuentro del hombre con Dios es siempre Cristo;
y el Espíritu Santo es el vínculo que crea las relaciones vitales, inefables,
de hermanos, esposos y madres.
Es el Evangelio en su núcleo esencial, y
Francisco hace de él su mensaje ardiente, para comunicar a todos los hombres la
alegría de su hallazgo, la felicidad de su corazón. La contemplación y la
posesión de un Amor tan inefable hacen estallar un himno de alabanza y de
acción de gracias capaz de envolver en su onda embriagadora a todas las
criaturas:
«Mas a Él, que tanto sufrió por nosotros, que
tantos bienes nos dio y nos dará en el futuro, toda criatura que hay en el
cielo, en la tierra, en el mar y en los abismos, tribute alabanza, gloria,
honor y bendición, porque Él es nuestra fuerza y fortaleza, Él que es el solo
bueno, el solo altísimo, el solo omnipotente, admirable, glorioso y el solo
santo, loable y bendito por infinitos siglos de los siglos. Amén» (2CtaF
61-62).
Francisco posee un conocimiento sapiencial del
misterio de la santísima Trinidad como principio y término de la ascesis
cristiana. Lo atestigua una oración que sirve de broche final a la Carta a
toda la Orden, escrita al final de su vida, cuando ya estaba enfermo:
«Omnipotente, eterno, justo y misericordioso Dios,
concédenos a nosotros, que somos míseros, hacer por ti mismo lo que sabemos que
Tú quieres, y querer siempre lo que te agrada, a fin de que, interiormente
purificados, interiormente iluminados y encendidos por el fuego del Espíritu
Santo, podamos seguir las huellas de tu Hijo amado, nuestro Señor Jesucristo, y
por sola tu gracia llegar a ti, Altísimo, que, en Trinidad perfecta y Unidad
simple, vives y reinas y eres glorificado, Dios omnipotente, por todos los
siglos de los siglos. Amén» (CtaO 50-52).
La lectura de esta oración, tan simple y tan
completa, tan densa de contenido y tan sobria en la expresión, necesariamente
nos pone en trance de reflexionar. En este esquema breve y claro asoman los
elementos principales de la teología espiritual con las tres etapas clásicas
del camino hacia la perfección cristiana: purificación, iluminación, unión con
Dios. Se pide lo esencial: hacer lo que Dios quiere y querer lo que a Él le
agrada. Se nos dirige al Padre, tomando apoyo en la acción del Espíritu Santo,
para que nos conceda imitar al Hijo y así retornar a Él, realizando su plan de
salvación y de santidad.
Una vez más es Cristo Jesús el punto de
convergencia y de encuentro entre Dios y el hombre. Y la oración tiene siempre
una función de estímulo para el compromiso cristiano, un reflejo en la
coherencia de la vida.
[Cf.
Selecciones de Franciscanismo,
n. 19 (1978) 34-36]
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