lunes, 2 de abril de 2012

¡Francisco, enséñanos a orar!
 El Evangelio de la gracia

Por Francesco Saverio Toppi, OFMCap

Reconozcamos en este punto la iniciativa del Espíritu Santo y la eficiencia determinante de sus dones en el principio mismo de la vida cristiana y no sólo en su vértice. «Nadie puede venir a mí, si el Padre que me ha enviado no lo atrae» (Jn 6,44).

San Francisco, como todo otro santo, como todo simple cristiano que quiere orar y observar el Evangelio, es deudor del Espíritu Santo, ha recibido del Espíritu Santo la capacidad de orar y de amar al Señor.

La oración de san Francisco es inconcebible sin los dones del Espíritu Santo: precisamente, en el florecimiento maravilloso de estos dones es donde se desarrolla y se irradia en la Iglesia. En esta línea se inserta un fragmento de la Carta a los Fieles, que quita un velo a la intimidad mística de Francisco con la santísima Trinidad:

«Y sobre todos ellos y ellas, mientras tales cosas hagan y perseveren hasta el fin, descansará el Espíritu del Señor y hará en ellos habitación y morada. Y serán hijos del Padre celestial, cuyas obras hacen. Y son esposos, hermanos y madres de nuestro Señor Jesucristo. Somos esposos cuando el alma fiel se une a Jesucristo por el Espíritu Santo. Somos hermanos cuando cumplimos la voluntad de su Padre que está en el cielo. Somos madres cuando lo llevamos en el corazón y en nuestro cuerpo por el amor y la conciencia pura y sincera; lo damos a luz por la operación santa, que debe alumbrar a los otros para ejemplo suyo.

»¡Oh, cuán glorioso y santo y grande es tener un Padre en el cielo! ¡Oh, cuán santo, consolador, hermoso y admirable, tener un Esposo! ¡Oh, cuán santo y cuán querido, agradable, humilde, pacífico, dulce y amable y deseable sobre toda cosa, tener un tal Hermano e Hijo, que dio su vida por sus ovejas y oró al Padre por nosotros diciendo: Padre santo, protege a los que me has confiado» (2CtaF 48-56).

Se advierte aquí la incandescencia de una fe encendida en el ardor de la contemplación y en el heroísmo de una vida toda evangélica. Francisco está completamente prendido, poseído por Cristo Jesús, y canta la alegría de la comunión de vida con la santísima Trinidad, que mora en el fiel bautizado. El punto de encuentro del hombre con Dios es siempre Cristo; y el Espíritu Santo es el vínculo que crea las relaciones vitales, inefables, de hermanos, esposos y madres.

Es el Evangelio en su núcleo esencial, y Francisco hace de él su mensaje ardiente, para comunicar a todos los hombres la alegría de su hallazgo, la felicidad de su corazón. La contemplación y la posesión de un Amor tan inefable hacen estallar un himno de alabanza y de acción de gracias capaz de envolver en su onda embriagadora a todas las criaturas:

«Mas a Él, que tanto sufrió por nosotros, que tantos bienes nos dio y nos dará en el futuro, toda criatura que hay en el cielo, en la tierra, en el mar y en los abismos, tribute alabanza, gloria, honor y bendición, porque Él es nuestra fuerza y fortaleza, Él que es el solo bueno, el solo altísimo, el solo omnipotente, admirable, glorioso y el solo santo, loable y bendito por infinitos siglos de los siglos. Amén» (2CtaF 61-62).

Francisco posee un conocimiento sapiencial del misterio de la santísima Trinidad como principio y término de la ascesis cristiana. Lo atestigua una oración que sirve de broche final a la Carta a toda la Orden, escrita al final de su vida, cuando ya estaba enfermo:

«Omnipotente, eterno, justo y misericordioso Dios, concédenos a nosotros, que somos míseros, hacer por ti mismo lo que sabemos que Tú quieres, y querer siempre lo que te agrada, a fin de que, interiormente purificados, interiormente iluminados y encendidos por el fuego del Espíritu Santo, podamos seguir las huellas de tu Hijo amado, nuestro Señor Jesucristo, y por sola tu gracia llegar a ti, Altísimo, que, en Trinidad perfecta y Unidad simple, vives y reinas y eres glorificado, Dios omnipotente, por todos los siglos de los siglos. Amén» (CtaO 50-52).

La lectura de esta oración, tan simple y tan completa, tan densa de contenido y tan sobria en la expresión, necesariamente nos pone en trance de reflexionar. En este esquema breve y claro asoman los elementos principales de la teología espiritual con las tres etapas clásicas del camino hacia la perfección cristiana: purificación, iluminación, unión con Dios. Se pide lo esencial: hacer lo que Dios quiere y querer lo que a Él le agrada. Se nos dirige al Padre, tomando apoyo en la acción del Espíritu Santo, para que nos conceda imitar al Hijo y así retornar a Él, realizando su plan de salvación y de santidad.

Una vez más es Cristo Jesús el punto de convergencia y de encuentro entre Dios y el hombre. Y la oración tiene siempre una función de estímulo para el compromiso cristiano, un reflejo en la coherencia de la vida.

[Cf. Selecciones de Franciscanismo, n. 19 (1978) 34-36]

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