miércoles, 25 de enero de 2012

La Conversión de Francisco a Cristo


Por Pierre B. Beguin, o.f.m.

El joven Francisco estaba «ansioso de gloria», y Dios se sirvió de esa inclinación natural suya para atraerlo y hacerlo pasar de la sed de vanagloria a la ambición de la verdadera gloria (TC 5). Sin duda alguna, Francisco tomó parte en las luchas de Asís por conquistar sus libertades comunales (1198), y, más tarde, en las de la burguesía por asegurar su preponderancia en la ciudad (1200). En los dos casos Francisco compartió sus triunfos. Pero su primer alistamiento militar, en la guerra entre Asís y Perusa, se saldó con un fracaso estrepitoso y un año de prisión en manos del enemigo (TC 4).


Si bien salió de ello mortificado en su orgullo patriótico, aquella prolongada camaradería con los caballeros, cuya prisión compartía, no pudo sino halagar su amor propio y exacerbar su sed de grandezas. Vuelto a su casa, el sueño de un castillo lleno de armas, prometido «a él y a sus caballeros», lo confirma en su ambición de hacerse admitir en la nobleza. Lleno de entusiasmo y de confianza en «un porvenir principesco», cuya pompa adopta por adelantado, emprende viaje hacia la Pulla. Pero, en Espoleto, a unos veinte kilómetros de Asís, un segundo sueño echa por tierra todo su proyecto: el «señor», a cuyo servicio quería entrar para convertirse en caballero, no era quien él pensaba, pues había interpretado mal su primer sueño. Trastornado pero dócil, Francisco da marcha atrás en dirección a la casa paterna (TC 5-6).

«Señor, ¿qué quieres que haga?» Es sin duda la primera vez que Francisco cuenta con alguien otro. Hay en ello un notable cambio interior que hace nacer en él el «deseo de conformarse a la voluntad divina» (TC 6).

No por ello deja de volver a su vida alegre de antes. Hará falta una tercera intervención divina para arrancarlo de ella: después de una opípara merienda, de la que él había sido el anfitrión y rey, pero de la que no había sacado sino melancolía, Francisco sintió súbitamente la visita de Dios bajo la forma de una dulzura enajenadora (TC 7).

La novedad e intensidad de esta experiencia de Dios provoca en Francisco una profunda necesidad de interiorización. «Sus amigos, atemorizados, lo contemplan como hombre cambiado en otro» (TC 7). Progresivamente va retirándose Francisco del bullicio del mundo y trata de reencontrar en el fondo de sí mismo al Señor que se la ha manifestado de manera tan inefable. A su búsqueda, Dios responde con visitas cada vez más frecuentes, cuya dulzura da a Francisco el gusto por esos encuentros y, literalmente, «lo arrastra» a una vida de oración (TC 8).

Entonces se abre para él el camino de la «conversión», que lo llevará a descubrir «la verdadera vida religiosa que abrazó» más tarde (TC 7).

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