sábado, 24 de noviembre de 2012

Cómo conocer el Espíritu del Señor- Admonición No. 12 de San Francisco de Asís (I)

Por Kajetan Esser, OFM

Introduccion

En la carta a los Romanos afirma san Pablo que los cristianos son hombres que viven, no según la carne, sino según el Espíritu, porque -continúa diciendo- «los que viven según la carne desean las cosas de la carne; en cambio, los que viven según el Espíritu, desean las cosas del Espíritu. El deseo de la carne es muerte; en cambio, el deseo del Espíritu, vida y paz. Por ello, el deseo de la carne es hostil a Dios, pues no se somete a la ley de Dios; ni puede someterse. Los que están en la carne no pueden agradar a Dios. Pero vosotros no estáis en la carne, sino en el Espíritu, si es que el Espíritu de Dios habita en vosotros; en cambio, si alguien no posee el Espíritu de Cristo no es de Cristo» (Rom 8,5-9).

Lo que designa aquí el Apóstol con el término «carne», no es tanto el cuerpo humano en oposición al alma, ni tampoco lo sexual, considerado como sede de los bajos instintos, sino, más bien, todo cuanto en el hombre, gravado por el pecado original, es «contrario a Dios», cuanto en nosotros se opone a Él y a su voluntad, es decir, nuestro propio «yo» que, a consecuencia del pecado original, es autocrático, pues su sola voluntad es la suprema ley, arbitrario, vanidoso, caprichoso, y constantemente nos impide ser auténticos siervos y siervas de Dios. Es nuestro «yo», que dice: «Ha de ser como yo quiero, no como quieres », frente a lo que dijo Cristo al Padre: «no se haga como yo quiero, sino como quieres tú» (Mt 26,39); nuestro «yo», que no quiere servir a Dios, antes bien querría que todo estuviera a su propio servicio. Por eso, «quien quiere servir a la carne, no puede agradar a Dios». Ahora bien, esto no debe acontecer entre nosotros, los cristianos, «ya que el Espíritu de Dios habita en nosotros». En efecto, «el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rom 5,5). Mediante el bautismo, el cristiano ha sido liberado de toda dependencia de sí mismo y de la esclavitud del propio «yo»: «No somos deudores de la carne para vivir según la carne», sino hijos de Dios que se dejan guiar «por el Espíritu de Dios» (Rom 8,12.14).

Puesto que Cristo se hizo por nosotros obediente hasta la muerte, cumpliendo así su plegaria: «Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz. Pero no se haga como yo quiero, sino como quieres tú», hemos sido redimidos y liberados de la esclavitud de Satanás, y cuánto más de la de nuestro propio «yo» (véase Adm 10). Mediante el bautismo podemos ser personas que se dejan guiar, no por el espíritu del propio «yo», sino por el Espíritu del Señor. A partir del bautismo, y más aún desde la confirmación, está vigente para nosotros la palabra del Apóstol: «¿Acaso no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que habita en vosotros y habéis recibido de Dios?» (1 Cor 6,19). No está el cristiano alejado de Dios, en la ribera de su propio «yo», sino íntimamente vinculado a Dios, en la ribera de Dios. Por tanto, no es esclavo del propio «yo», sino siervo de Dios (véase Adm 11). Y ser siervo de Dios significa también ser rey, como reza la Iglesia; significa ser obediente, ser hijo de Dios, dejarse guiar en todo por el Espíritu de Dios, el espíritu de filiación: «el que se une al Señor, es un solo espíritu con él» (1 Cor 6,17).

Este es el gran don gratuito de la salvación. ¡Tan cerca estamos de Dios, tan íntimamente unidos a Él! El Espíritu de Dios vive en nosotros; somos templos del Espíritu Santo.

Si nos detuviéramos a meditar esta realidad, podríamos perder el aliento. Es verdad: «el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rom 5,5). ¿Podremos jamás llegar a comprender plenamente este milagro del amor divino, esta elevación a la vida íntima de Dios, totalmente inmerecida por nuestra parte? ¡Cuán agradecidos tendríamos que ser por estas maravillas realizadas por Dios! ¡No deberíamos aceptarlas con tanta naturalidad e indiferencia! ¡Si nos supiésemos siempre beneficiarios del amor misericordioso de Dios, que se inclina sobre nosotros y quiere elevarnos hasta Él! ¡Agradezcámoselo de palabra y de obra!

¡Y la gratitud de obra es decisiva! Consiste ante todo en «dejarnos guiar por el Espíritu de Dios», en permanecer abiertos a la acción del Espíritu Santo.

Nuestro padre san Francisco comprendió hondamente todo esto y lo hizo vida propia. Su enseñanza sobre el Espíritu del Señor, que debe vencer al espíritu de la carne, es decir, a nuestro propio «yo», es el centro de su doctrina sobre la vida cristiana. Todos sus seguidores deben anhelar, por encima de todo, «tener el Espíritu del Señor y su santa operación» (2 R 10,9).
[Cf. Selecciones de Franciscanismo, n. 48 (1987) 475-481]

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