Por Kajetan Esser, OFM
Del propio yo al Espíritu del Señor
«Así se puede conocer si el siervo de Dios
tiene el espíritu del Señor: si, cuando el Señor obra por medio de él algún
bien, no por eso su carne se exalta, porque siempre es contraria a todo lo
bueno, sino que, más bien, se tiene por más vil ante sus propios ojos y se
estima menor que todos los otros hombres» (Adm 12).
En su Admonición 12, Francisco ofrece a
sus seguidores tres signos distintivos, tres señales que ponen de manifiesto si
el Espíritu del Señor puede actuar y desenvolverse en nosotros con libertad y
sin obstáculos, si tenemos «el espíritu del Señor y su santa operación», si
siempre y en todo nos dejamos guiar por el Espíritu de Cristo, si permanecemos
unidos al Señor y formamos un solo espíritu con Él: en el pensar, en el juzgar,
en el querer y ambicionar, en el obrar. Estos signos permiten reconocer si
nuestra vida gira en torno a nuestro propio «yo» egoísta o si, por el
contrario, es Dios quien está en el centro, si lo que importa, en todo y
siempre, es sólo Dios y no nosotros mismos. Queda, pues, patente que se trata
de tres signos distintivos de la vida en conversión y penitencia evangélica; ellos
nos indican si somos hermanos y hermanas de penitencia que se han desvinculado
de sí mismos y se han entregado por entero a Dios.
1.- «Así se puede conocer si el siervo de Dios tiene
el espíritu del Señor: si, cuando el Señor obra por medio de él algún bien, no
por eso su carne se exalta, porque siempre es contraria a todo lo bueno...».
Nada acentúa tanto Francisco como la primitiva
verdad bíblica de que Dios es el dador de todo bien. De Él procede cuanto de
bueno hay en nuestra vida: «Y devolvamos todos los bienes al Señor Dios
altísimo y sumo, y reconozcamos que todos los bienes son de él, y démosle
gracias por todos a él, de quien proceden todos los bienes. Y el mismo altísimo
y sumo, solo Dios verdadero, tenga y a él se le tributen y él reciba todos los
honores y reverencias...» (1 R 17,17-18). «Todas las cosas se nos dan como
limosna, y el gran Limosnero reparte pródigo con piadosa clemencia a los que
merecen y a los que desmerecen» (2 Cel 77).
Esta conciencia es el fundamento de la pobreza
interior, la auténtica pobreza de espíritu, que ve en todo un regalo inmerecido
que nos ha sido entregado por la bondad generosa de Dios. El que es pobre ante
Dios, ve en todo lo bueno una acción del Espíritu del Señor que habita en
nosotros. En todo bien se sabe deudor de todas las gracias frente al Espíritu
del Señor.
Pero como nuestra carne, nuestro «yo» egoísta,
es siempre opuesta a todo lo bueno, quisiera incautarse de los bienes de
Dios: «En esto podremos gloriarnos: si devolvemos a Dios su gloria; si, como servidores
fieles, atribuimos a él cuanto nos dona. La carne es el mayor enemigo del
hombre... Y lo que es peor, usurpa como de su dominio, atribuye a gloria suya
los dones otorgados al alma, que no a la carne» (2 Cel 134). Nuestro «yo»
querría atribuir todo a su propio querer y poder, querría poseer todo como si
fuese un tesoro suyo propio. ¡Cuántos sucumben a este peligro, acumulando
tesoros de supuesta virtud que atribuyen con orgullo a sus propios méritos! Por
eso nos exhorta san Antonio a ser muy precavidos: «Es difícil llevar a cabo
grandes acciones sin alimentar ninguna complacencia por ellas». ¡Si tan grandes
santos experimentaron este peligro, cuán vigilantes deberemos permanecer
nosotros frente a nosotros mismos!
El primer signo distintivo para conocer que no
se tiene el Espíritu del Señor, sino que se está dominado por el espíritu
idolátrico del propio «yo», consiste, por tanto, en la vanidad. Por eso, el
siervo de Dios, impregnado del Espíritu del Señor, persevera en la pobreza
interior, que toma muy en serio la verdad de que todo bien de Dios procede y a
Él le pertenece.
¿Damos a Dios lo que es de Dios? ¿Atribuimos a
Dios, libres de toda vanidad y presunción, cuanto de bueno hay en nuestra vida,
sabedores por la fe de que el siervo de Dios lo ha recibido todo del Señor?:
«¿Qué tienes que no lo hayas recibido? Y, si lo has recibido, ¿a qué gloriarte
como si no lo hubieras recibido?» (1 Cor 4,7). Francisco permaneció pobre ante
Dios, abierto por entero a la acción del Espíritu del Señor. Al no apropiarse
de nada para sí mismo, Dios pudo actuar libremente por su medio. San Antonio
dice: «Quien se atribuye a sí mismo el bien que hace, niega abiertamente la
gracia de Dios». Roba lo que es propiedad de Dios y quiere convertirlo en
propiedad suya personal. Sólo la pobreza interior puede preservarnos de esta
gran desgracia.
[Cf. Selecciones de Franciscanismo, n.
48 (1987) 475-481]
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