Benedicto XVI,
Ángelus del 27 de noviembre de 2005
Queridos hermanos y hermanas:
Este domingo comienza el Adviento, un tiempo de gran
profundidad religiosa, porque está impregnado de esperanza y de expectativas
espirituales: cada vez que la comunidad cristiana se prepara para recordar el
nacimiento del Redentor siente una sensación de alegría, que en cierta medida
se comunica a toda la sociedad. En el Adviento el pueblo cristiano revive un
doble movimiento del espíritu: por una parte, eleva su mirada hacia la meta
final de su peregrinación en la historia, que es la vuelta gloriosa del Señor
Jesús; por otra, recordando con emoción su nacimiento en Belén, se arrodilla
ante el pesebre. La esperanza de los cristianos se orienta al futuro, pero está
siempre bien arraigada en un acontecimiento del pasado. En la plenitud de los
tiempos, el Hijo de Dios nació de la Virgen María: «Nacido de mujer, nacido
bajo la ley», como escribe el apóstol san Pablo (Ga 4,4).
El Evangelio nos invita hoy a estar vigilantes, en espera
de la última venida de Cristo: «Velad -dice Jesús-: pues no sabéis cuándo
vendrá el dueño de la casa» (Mc 13,35.37). La breve parábola del señor que se
fue de viaje y de los criados a los que dejó en su lugar muestra cuán
importante es estar preparados para acoger al Señor, cuando venga
repentinamente. La comunidad cristiana espera con ansia su «manifestación», y
el apóstol san Pablo, escribiendo a los Corintios, los exhorta a confiar en la
fidelidad de Dios y a vivir de modo que se encuentren «irreprensibles» (cf. 1
Co 1,7-9) el día del Señor. Por eso, al inicio del Adviento, muy oportunamente
la liturgia pone en nuestros labios la invocación del salmo: «Muéstranos, Señor,
tu misericordia y danos tu salvación» (Sal 84,8).
Podríamos decir que el Adviento es el tiempo en el que
los cristianos deben despertar en su corazón la esperanza de renovar el mundo,
con la ayuda de Dios. A este propósito, quisiera recordar también hoy la
constitución Gaudium et spes del concilio Vaticano II sobre la Iglesia
en el mundo actual: es un texto profundamente impregnado de esperanza
cristiana. Me refiero, en particular, al número 39, titulado «Tierra nueva y
cielo nuevo». En él se lee: «La revelación nos enseña que Dios ha preparado una
nueva morada y una nueva tierra en la que habita la justicia (cf. 2 Co 5,2; 2 P
3,13). (...) No obstante, la espera de una tierra nueva no debe debilitar, sino
más bien avivar la preocupación de cultivar esta tierra». En efecto,
recogeremos los frutos de nuestro trabajo cuando Cristo entregue al Padre su
reino eterno y universal. María santísima, Virgen del Adviento, nos obtenga
vivir este tiempo de gracia siendo vigilantes y laboriosos, en espera del
Señor.
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