Por Lázaro
Iriarte, OFMCap
Venga a
nosotros tu reino. En la perspectiva de Jesús, que es la del Padre,
los intereses de Dios se centran en el establecimiento de su Reino. El pueblo
de Israel venía esperando desde siglos el advenimiento del reino de Dios, meta
de las esperanzas mesiánicas. La misión de Jesús es anunciar la llegada de ese
reino, abrir las puertas del mismo a los hombres, un reino por cierto muy
diferente del que esperaba el pueblo. Este reino está ya presente: es una
levadura destinada a hacer fermentar toda la masa, un grano de mostaza que se
ha de transformar en un árbol; ese reino inicial es acogido por una pequeña
grey de elegidos (Lc 12,32). Se manifiesta, ante todo, en la misma persona de
Cristo y se manifestará después por medio de su Iglesia, cuya misión es
anunciarlo e instaurarlo en todos los pueblos. Tendrá su consumación en la
Jerusalén del cielo.
Jesús nos
enseña que pidamos la aceleración de la venida de ese reino, en cada uno
mediante la santidad de vida, y en el mundo entero como fermento de conversión
y de apertura al amor. Francisco lo contempla hecho consoladora realidad en
cada alma en gracia y objeto de esperanza en la posesión eterna del sumo Bien:
«Venga a
nosotros tu reino: para que tú reines en nosotros por la gracia y nos hagas
llegar a tu reino, donde la visión de ti es manifiesta, la dilección de ti
perfecta, la compañía de ti bienaventurada, la fruición de ti sempiterna»
(ParPN 4).
Hágase tu
voluntad en la tierra como en el cielo. El reino del Padre en
realidad se identifica con el designio del Padre, con el éxito del Padre. Jesús
proclamará que él ha venido para cumplir la voluntad del Padre y para que, aquí
en la tierra, esa santa voluntad se realice como se realiza en el cielo. El
querer del Padre es su alimento (Jn 4,34).
En la
contemplación de Francisco la voluntad de Dios se centra en el máximo precepto
del amor a Dios y al prójimo; en efecto, como enseña san Pablo, la plenitud
de la ley es el amor (Rom 13,10):
«Hágase tu
voluntad en la tierra como en el cielo: para que te amemos con todo el
corazón, pensando siempre en ti; con toda el alma, deseándote siempre a ti; con
toda la mente, dirigiendo todas nuestras intenciones a ti, buscando en todo tu
honor; y con todas nuestras fuerzas, gastando todas nuestras fuerzas y los
sentidos del alma y del cuerpo en servicio de tu amor y no en otra cosa; y para
que amemos a nuestro prójimo como a nosotros mismos, atrayéndolos a todos a tu
amor según nuestras fuerzas, alegrándonos del bien de los otros como del
nuestro y compadeciéndolos en sus males y no dando a nadie ocasión alguna de
tropiezo» (ParPN 5).
Danos hoy
nuestro pan de cada día. En la segunda parte del Padrenuestro Jesús nos ha
enseñado a pedir la ayuda divina en las tres necesidades más vitales de toda
persona humana: los medios de subsistencia, la paz con Dios y con los demás y
la lucha contra el mal.
Con el pan
pedimos todo cuanto se requiere para una vida digna: alimento, vestido, casa,
trabajo, salud, desarrollo personal...
Francisco,
pobre voluntario que ha dejado en manos del amor providente del Padre el
cuidado corporal, piensa más bien en el Pan de vida: la persona de
Jesús, su doctrina, su pasión, el alimento eucarístico:
«Danos hoy
nuestro pan de cada día: tu amado Hijo, nuestro Señor Jesucristo: para
memoria e inteligencia y reverencia del amor que tuvo por nosotros, y de lo que
por nosotros dijo, hizo y padeció» (ParPN 6).
Es la
intención que la liturgia insinúa al dar comienzo al rito de la comunión en la
misa con la recitación del Padrenuestro.
[L. Iriarte, Ejercicios
espirituales, Valencia 1998, pp. 91-93]
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