Por
Constantino Koser, OFM
La
caballerosidad de san Francisco en su orientación hacia Dios, y por causa de
Dios en Cristo, con María
Santísima y en la Iglesia, tuvo un complemento singularmente bello y simpático
en su actitud para con las obras de Dios, que son el Reino de Cristo y de María
Santísima y los instrumentos de que usa la Iglesia: las criaturas que llenan el
universo.
Esta actitud de san Francisco es
coherente con toda su espiritualidad. Difícilmente se podrá encontrar una
secuencia más lógica y una fidelidad más estricta a la línea de los principios,
de lo que precisamente se encuentra en este aspecto del pensamiento del Santo
Seráfico. Encontró de esta suerte para sí mismo una solución maravillosamente
bella y profunda del dificilísimo problema de la relación del alma con las
criaturas. Y no únicamente una solución teórica, sino práctica: una solución
más vívida, como que era formulada en continuos empeños y en el contacto
permanente con las criaturas. Solución tan ideal, que mal puede ser superada en
este valle de lágrimas. También en esto el Serafín de Asís se parece a su
modelo inaccesible, Cristo Jesús, en su vida sobre la tierra.
La relación de san Francisco con las
criaturas es de una ternura y candidez, de una espontaneidad y suavidad, de un
tal caballeroso respeto, que causa admiración no solamente en épocas
trascendentalistas como la Edad Media, sino aún entre los hombres de hoy, que
se glorían de estar llevando a su culminación el descubrimiento de la
existencia y del sentido de la naturaleza visible.
Los románticos, con el nuevo
despertar del sentimiento por la naturaleza, venerarán en san Francisco su
ideal. Ciertamente, el ideal romántico en su más alta pureza y corrección,
tiene algo de san Francisco. Pero, sin embargo, el modo como estos u otros
modernos interpretan la actitud del Poverello para con las criaturas
está lejos, muy lejos de la verdad del «Cántico de las Criaturas». Hombres
muchas veces completamente absortos en las cosas de este mundo, sin un
pensamiento en el más allá y en lo sobrenatural, de sentimientos
inmortificados, de emotividad descontrolada, de pasiones revueltas, como fueron
muchos de estos «franciscanizantes» que a sí mismos se consideran mundanos,
secularizados, naturalistas, jamás podrán comprender lo que fue el amor de san
Francisco por las flores y los animales del campo, lo que fue la ternura del
santo para con las avecillas y los corderillos. Hablan de una adoración de la
naturaleza, siendo así que era santidad, mística de la más alta y consumada,
amor de Dios puro y límpido.
La actitud seráfica frente a la
naturaleza no viene «de abajo», de los instintos y de las tendencias naturales
desordenadas, como suele acontecer con los hombres; no, sino que tiene su origen
en el amor caballeresco y coherente de Dios. Viene de la fuente más sublime,
más cristalina y pura que pueda imaginarse; desciende de alturas espirituales a
las que poquísimos son los que llegan en esta vida. Y por eso es de una
candidez inmaculada y segura, de una santidad intensa y despreocupada, de una
santa libertad verdaderamente desconcertante para los hombres amenazados por el
pecado y llenos de acechanzas peligrosas, que a cada contacto con las cosas
deben temer la irrupción del volcán interior mal contenido.
San Francisco amó a las criaturas de
Dios como un serafín que no piensa siquiera en su posesión en el sentido de
propiedad, porque tal cosa le parece una profanación; que no desea disfrutar de
ellas, porque una tal fruición no le produciría gozo; que no se deja conquistar
por ellas, porque ya ha sido conquistado por Dios; pero que saca de ellas
estímulos siempre nuevos para honrar la fuerte y sutil omnipotencia de su Dios,
para loar su sabiduría suave y su providencia generosa, para exaltar la
voluntad santísima que hizo todo bien, para amar al amor generoso que cuida de
todo para el bien de sus hijos. Más aún: enriquecía el sentimiento
caballerosamente noble y delicado con la más profunda gratitud para con la
generosidad divina, que de manera tan sobreabundante provee a todo, incluso a
los hombres, y principalmente a los hombres.
Y en realidad, quien acompañe a san
Francisco llevado de la mano por sus antiguos biógrafos y por sus dichos y
gestos a través del palacio encantado que son las criaturas de Dios, y le
sorprenda con la sonrisa contenta y amiga con que saludaba todas las cosas, el
amor con que veía todo, la ternura con que se compadecía de las criaturas
pequeñas, flacas y pobres, el respeto con que las trataba, la caballerosa
cortesía para con todas las cosas, podrá pensar que para este hombre no existía
el pecado original. Su santidad excelsa y singular restablecería, tal es la
impresión, la armonía primitiva entre el hombre y la creación. Por esto sus
invitaciones del Benedicite, «Criaturas todas del Señor, bendecid al
Señor» (Dan 3,57), repercuten entre las criaturas: escuchan y atienden y no
permanecen insensibles y mudas, como cuando otros pronuncian estas mismas
palabras. Y hasta parece como si los peligros de las cosas y las cosas
peligrosas volvieran a ser lo que fueron en el Paraíso: amigas de los hombres.
[C. Koser, El pensamiento
franciscano, Madrid, Ed. Marova, 1972, 117-130]
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