domingo, 4 de noviembre de 2012

El Padrenuestro, arquetipo de la oración del cristiano (III)



Por Lázaro Iriarte, OFMCap

Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden.

La paz con Dios no supone sólo ausencia de enemistad o de temor, sino también comunión de amor. Después del pecado Dios ama perdonando. Tenemos siempre necesidad de ser perdonados: Si decimos que estamos sin pecado, nos engañamos a nosotros mismos... Pero tenemos nuestro abogado ante el Padre: Jesucristo, el justo, que es propiciación por nuestros pecados (1 Jn 1,8-2,1s).

Francisco vivió el gozo y la paz de sentirse perdonado por Dios; por eso ruega confiado:

«Perdona nuestras ofensas: por tu misericordia inefable, por la virtud de la pasión de tu amado Hijo y por los méritos e intercesión de la beatísima Virgen y de todos tus elegidos» (ParPN 7).

De igual modo, la convivencia pacífica en la comunidad humana no es posible sin la dinámica evangélica del perdón mutuo. No podemos pretender el perdón divino si nosotros no perdonamos; sería como atar las manos al Padre de las misericordias. Lo ha repetido Jesús de muchos modos. Siempre será mucho más lo que Dios me perdona a mí que lo que yo tenga que perdonar a mi hermano; léase la parábola del siervo despiadado (Mt 18,34).

Pero puede haber casos en que sea necesaria gracia especial de Dios para poder perdonar. Francisco sabe de esa resistencia del corazón humano a olvidar y a devolver bien por mal; por eso suplica en tono minorítico:

«Como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden: y lo que no perdonamos plenamente, haz tú, Señor, que lo perdonemos plenamente, para que, por ti, amemos verdaderamente a los enemigos, y ante ti por ellos devotamente intercedamos, no devolviendo a nadie mal por mal, y nos apliquemos a ser provechosos para todos en ti» (ParPN 8).

No nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal.

El hombre se halla en el centro de la lucha entre la luz y las tinieblas, las tendencias egoístas (carne) y el impulso a la superación (espíritu), entre el bien y el mal. Y es en esa lucha cotidiana donde le viene ofrecida la salvación y la victoria que viene de Dios.

No siempre es fácil mantener la libertad de opción en ese continuo bregar, especialmente cuando sobreviene la tentación, «oculta o manifiesta, súbita o importuna», como se expresa Francisco. Pero sería demasiado cómodo ir a buscar fuera de nosotros la causa de nuestras dificultades o de nuestros fallos. Muy atinadamente advierte el mismo Francisco en la Admonición 10: 

«Hay muchos que, cuando pecan o reciben una injuria, con frecuencia acusan al enemigo o al prójimo. Pero no es así, porque cada uno tiene en su poder al enemigo, que es él mismo, su cuerpo, por medio del cual peca. Por eso, bienaventurado aquel siervo que tiene siempre cautivo a tal enemigo entregado en su poder, y se guarda sabiamente de él; porque, mientras haga esto, ningún otro enemigo, visible o invisible, podrá dañarle».

Es más sano y más evangélico, en efecto, asumir la propia responsabilidad ante Dios y afrontar, con la ayuda de la gracia, el dominio de las propias inclinaciones viciosas en un esfuerzo animoso de purificación progresiva.

Pero sin presumir de nuestros propios recursos porque en definitiva sólo Dios es quien nos libra de todo mal, «pasado, presente y futuro», como ruega Francisco.

[L. Iriarte, Ejercicios espirituales, Valencia 1998, pp. 93-94]

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