Por Lázaro Iriarte, OFMCap
San Francisco no
echó mano de metodología alguna para introducir a sus hermanos en el secreto
del trato con Dios. Tuvo, sí, su pedagogía, fruto de su propia experiencia, y
consistió en enseñarles a madurar la propia conversión mediante la renuncia
total exterior y el vacío interior de sí mismos, para así «dejar espacio a
Dios», como decía fray Gil. Esa pedagogía la hallamos expuesta en el capítulo
22 de la Regla no bulada donde, sirviéndose de la parábola evangélica
del sembrador, explica el arte de tener la mente y el corazón «dirigidos hacia
Dios». Hay que estar alerta para que la simiente de la palabra de Dios y de sus
dones no caiga entre las piedras o las zarzas de nuestros afanes,
preocupaciones, proyectos, intereses..., ocupando el espacio del espíritu. Lo
que importa es presentar a Dios un corazón limpio y una mente pura:
«Hermanos todos,
guardémonos mucho de perder o apartar del Señor nuestra mente y corazón so
pretexto de alguna merced u obra o ayuda. Mas en la santa caridad que es Dios,
ruego a todos los hermanos que, removido todo impedimento y pospuesta toda
preocupación y solicitud, del mejor modo que puedan, hagan servir, amar, honrar
y adorar al Señor Dios con corazón limpio y mente pura, que es lo que él busca
sobre todas las cosas; y hagámosle siempre allí habitación y morada a aquel que
es Señor Dios omnipotente, Padre e Hijo y Espíritu Santo» (1 R 22,25-27).
En la Regla
definitiva el fundador vuelve a insistir en esa misma línea: «Atiendan a
que sobre todas las cosas deben desear tener el Espíritu del Señor y su santa
operación, orar siempre a él con puro corazón y tener humildad, paciencia en la
persecución y en la enfermedad, y amar a los que nos persiguen, nos reprenden y
nos acusan» (2 R 10,8,10).
La fe en la
presencia del Espíritu y en su acción silenciosa en lo íntimo de nuestro ser es
otro de los componentes de la verdadera oración.
El magisterio de
Clara, como el de Francisco, derivaba ante todo de su testimonio personal. Las
hermanas recuerdan, en el proceso, sus largos tiempos destinados cada día a la
intimidad divina y añaden que, cuando la santa salía de la oración, «su rostro
aparecía más claro y más bello que el sol, y sus palabras rebosaban una dulzura
inefable, al extremo que toda su vida parecía completamente celestial... Las
hermanas se alegraban como si la vieran venir del cielo» (Proc 1,1.9; 4,4).
Sabemos cómo
iniciaba a las novicias en el ejercicio de la oración: «Las instruía, sobre
todo, en el modo de alejar de la habitación de la mente todo rumor, para poder
fijar la atención únicamente en las profundidades del misterio de Dios» (LCl
36).
El éxito de Clara
fue el haber sabido hacer de la contemplación silenciosa el medio más indicado
de discernimiento y de formación en el sentido de responsabilidad, que hacía
innecesario el recurso a la vigilancia y a la meticulosidad de las normas. Lo
comprobó Tomás de Celano en 1228, cuando escribía la vida de san Francisco;
Clara contaba entonces unos treinta y tres años. Escribe: «Han merecido las
damas pobres elevarse a las alturas de la contemplación en tal grado, que en
ella aprenden lo que deben hacer y lo que deben evitar. Y gustan la felicidad
de estar en la intimidad con Dios, perseverando día y noche en las alabanzas y
oraciones» (1 Cel 20).
Podemos rastrear
cómo era esa pedagogía de Clara, reflejo de su experiencia mística personal,
por las recomendaciones a su lejana hija espiritual Inés de Bohemia: «Fija tu
mente en el espejo de la eternidad, fija tu alma en el esplendor de la gloria,
fija tu corazón en la figura de la divina sustancia, y transfórmate toda
entera, por la contemplación, en imagen de su divinidad, para que también tú
sientas lo que sienten los amigos cuando gustan la dulzura escondida que el
mismo Dios ha reservado desde el principio para quienes lo aman» (3CtaCl
12-14).
La oración litúrgica. La dimensión
contemplativa no se reduce al ejercicio de la oración personal, sea mental o
vocal. Elemento primario suyo es la celebración, individual o comunitaria, del
culto divino en sus diversas formas, teniendo como centro el misterio eucarístico
y, como ejercicio diario, especialmente para quienes representan a la Iglesia
orante, la liturgia de las horas.
En nuestros días,
con la ayuda del magisterio de la Iglesia, podemos beneficiarnos abundantemente
de la vida y de la espiritualidad litúrgica, uniéndonos a Cristo, siempre
presente en su Iglesia en toda acción de culto. Toda acción litúrgica, tanto
sacramental como laudatoria o lectio divina, es comunión y participación
fraterna, lo que requiere, sobre todo en una comunidad religiosa, que cada
miembro tome gozosamente parte plena, consciente y activa en la celebración.
[L. Iriarte, Ejercicios
espirituales, Valencia 1998, pp. 96-99]
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