martes, 6 de noviembre de 2012

La mejor propedéutica de la oración


Por Lázaro Iriarte, OFMCap

San Francisco no echó mano de metodología alguna para introducir a sus hermanos en el secreto del trato con Dios. Tuvo, sí, su pedagogía, fruto de su propia experiencia, y consistió en enseñarles a madurar la propia conversión mediante la renuncia total exterior y el vacío interior de sí mismos, para así «dejar espacio a Dios», como decía fray Gil. Esa pedagogía la hallamos expuesta en el capítulo 22 de la Regla no bulada donde, sirviéndose de la parábola evangélica del sembrador, explica el arte de tener la mente y el corazón «dirigidos hacia Dios». Hay que estar alerta para que la simiente de la palabra de Dios y de sus dones no caiga entre las piedras o las zarzas de nuestros afanes, preocupaciones, proyectos, intereses..., ocupando el espacio del espíritu. Lo que importa es presentar a Dios un corazón limpio y una mente pura:


«Hermanos todos, guardémonos mucho de perder o apartar del Señor nuestra mente y corazón so pretexto de alguna merced u obra o ayuda. Mas en la santa caridad que es Dios, ruego a todos los hermanos que, removido todo impedimento y pospuesta toda preocupación y solicitud, del mejor modo que puedan, hagan servir, amar, honrar y adorar al Señor Dios con corazón limpio y mente pura, que es lo que él busca sobre todas las cosas; y hagámosle siempre allí habitación y morada a aquel que es Señor Dios omnipotente, Padre e Hijo y Espíritu Santo» (1 R 22,25-27).

En la Regla definitiva el fundador vuelve a insistir en esa misma línea: «Atiendan a que sobre todas las cosas deben desear tener el Espíritu del Señor y su santa operación, orar siempre a él con puro corazón y tener humildad, paciencia en la persecución y en la enfermedad, y amar a los que nos persiguen, nos reprenden y nos acusan» (2 R 10,8,10).

La fe en la presencia del Espíritu y en su acción silenciosa en lo íntimo de nuestro ser es otro de los componentes de la verdadera oración.

El magisterio de Clara, como el de Francisco, derivaba ante todo de su testimonio personal. Las hermanas recuerdan, en el proceso, sus largos tiempos destinados cada día a la intimidad divina y añaden que, cuando la santa salía de la oración, «su rostro aparecía más claro y más bello que el sol, y sus palabras rebosaban una dulzura inefable, al extremo que toda su vida parecía completamente celestial... Las hermanas se alegraban como si la vieran venir del cielo» (Proc 1,1.9; 4,4).

Sabemos cómo iniciaba a las novicias en el ejercicio de la oración: «Las instruía, sobre todo, en el modo de alejar de la habitación de la mente todo rumor, para poder fijar la atención únicamente en las profundidades del misterio de Dios» (LCl 36).

El éxito de Clara fue el haber sabido hacer de la contemplación silenciosa el medio más indicado de discernimiento y de formación en el sentido de responsabilidad, que hacía innecesario el recurso a la vigilancia y a la meticulosidad de las normas. Lo comprobó Tomás de Celano en 1228, cuando escribía la vida de san Francisco; Clara contaba entonces unos treinta y tres años. Escribe: «Han merecido las damas pobres elevarse a las alturas de la contemplación en tal grado, que en ella aprenden lo que deben hacer y lo que deben evitar. Y gustan la felicidad de estar en la intimidad con Dios, perseverando día y noche en las alabanzas y oraciones» (1 Cel 20).

Podemos rastrear cómo era esa pedagogía de Clara, reflejo de su experiencia mística personal, por las recomendaciones a su lejana hija espiritual Inés de Bohemia: «Fija tu mente en el espejo de la eternidad, fija tu alma en el esplendor de la gloria, fija tu corazón en la figura de la divina sustancia, y transfórmate toda entera, por la contemplación, en imagen de su divinidad, para que también tú sientas lo que sienten los amigos cuando gustan la dulzura escondida que el mismo Dios ha reservado desde el principio para quienes lo aman» (3CtaCl 12-14).

La oración litúrgica. La dimensión contemplativa no se reduce al ejercicio de la oración personal, sea mental o vocal. Elemento primario suyo es la celebración, individual o comunitaria, del culto divino en sus diversas formas, teniendo como centro el misterio eucarístico y, como ejercicio diario, especialmente para quienes representan a la Iglesia orante, la liturgia de las horas.

En nuestros días, con la ayuda del magisterio de la Iglesia, podemos beneficiarnos abundantemente de la vida y de la espiritualidad litúrgica, uniéndonos a Cristo, siempre presente en su Iglesia en toda acción de culto. Toda acción litúrgica, tanto sacramental como laudatoria o lectio divina, es comunión y participación fraterna, lo que requiere, sobre todo en una comunidad religiosa, que cada miembro tome gozosamente parte plena, consciente y activa en la celebración.

[L. Iriarte, Ejercicios espirituales, Valencia 1998, pp. 96-99]

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