De una homilía de R. Mailleux, OFM, (Fontecolombo
3-XI-90)
Fidelidad a nuestra Regla y Vida de
hermanos menores, la que nuestro Padre san Francisco compuso para nosotros
con afecto y sufrimiento, la Iglesia nos confirmó y autenticó, y nosotros
prometimos al Señor guardar durante toda nuestra vida.
¿Pero es realmente la Regla nuestro punto de
referencia? Sin duda, no permanecemos indiferentes ante ella ni mucho menos; al
contario, nos gusta escucharla, citarla, comentarla, e incluso empeñarnos en
vivir algunos pasajes suyos. Al menos aquellos que más nos gustan o con los que
nos sentimos más en sintonía. ¿Pero podemos afirmar lo mismo de la Regla en su
conjunto? ¿Es a ella a quien nos referimos concreta y habitualmente como guía
de nuestro caminar personal o comunitario? Sin duda alguna, todo hermano menor
puede responder, y con razón, que es san Francisco su punto de referencia. Pues
quien le estimula y anima a seguir a Cristo y le guía en su manera de estar en
el mundo es Francisco, su persona creíble y atractiva, más que la Regla quizá.
Más aún cuando su mentalidad antijurídica y su convicción -confirmada por la
misma Regla- de que el Evangelio nos basta como norma de vida, no nos invitan
al culto a la Regla. Sin contar lo que yo llamaría una cierta devaluación de
ésta, originada en el contexto del descubrimiento y estudio de otros escritos
de nuestro Fundador, lo que ha traído como consecuencia que se la considere
como un texto más.
Pero, precisamente, la Regla no es un texto
como los demás. Ella es, de todos los escritos de Francisco, el único que,
aprobado por el Sucesor de Pedro, nos ha sido dado por el Espíritu para
adquirir y verificar nuestra identidad de hermanos menores. Ella es el texto
que, tras muchos intentos felices o aciagos, se ha convertido en el sello y
garantía de nuestra existencia. Sin ella, es posible que la historia mencionara
todavía hoy a un cierto Francisco de Asís y los primeros pasos del generoso
pero efímero movimiento que él suscitara al igual que otros profetas de su
tiempo; también es probable que un hombre de una pureza como la de Francisco
tuviera su nombre inscrito en el catálogo de los santos.
Pero lo cierto es, en todo caso, que nosotros
no estaríamos aquí esta tarde, que jamás habríamos tenido la gracia de conocer
a Francisco, y que nunca habrían existido ni las numerosas familias nacidas de
él ni la gran gesta franciscana escrita, y no acabada, en la Iglesia y para la
Iglesia. La Regla, la de 1223, no la de 1221, constituye, pues, nuestra
referencia auténtica y última de Francisco. Con ella en su totalidad y no con
algunos de sus fragmentos es con lo que debemos confrontar nuestra vida, la
vida de la Orden, la de nuestras Provincias y comunidades. Ella, con nuestras
Constituciones Generales, es la garantía que nos permite verificar nuestra
imagen de Francisco, evitando que caigamos en esa tentación que a veces nos
acecha de fabricarnos un Francisco a la medida de nuestros deseos o conforme a
«las fábulas profanas» (cf. 1 Tim 4,7).
Hermanos, esta tarde nos hemos animado a ser
fieles a nuestra Regla. A remitirnos a ella con frecuencia, para que inspire
nuestro ser y nuestro obrar. Estamos invitados a establecer con ella una
relación incesante. Una relación que no sea extremista ni reduccionista, sino
una relación exacta de sintonía.
La Regla es un todo, una sola hostia,
confeccionada con las migajas de Evangelio recogidas por las manos de Francisco
(cf. 2 Cel 209). Cada migaja, tomada en sí misma, es incapaz de formar un
hermano menor. No introduzcamos glosas, diciendo: «Así deben entenderse» (Test
38). Comamos la hostia entera: rumiemos la palabra. Si nos alimentamos de ella
con amor, ella nos dará nuestra belleza, nuestra «forma» de hermanos menores.
Si despreciamos el don que se nos ha hecho, quedaremos, por el contrario,
desfigurados, como leprosos, leemos en el hermoso texto de Tomás de Celano.
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