jueves, 29 de noviembre de 2012

Nuestra fidelidad a la Regla


De una homilía de R. Mailleux, OFM, (Fontecolombo 3-XI-90)

Fidelidad a nuestra Regla y Vida de hermanos menores, la que nuestro Padre san Francisco compuso para nosotros con afecto y sufrimiento, la Iglesia nos confirmó y autenticó, y nosotros prometimos al Señor guardar durante toda nuestra vida.

¿Pero es realmente la Regla nuestro punto de referencia? Sin duda, no permanecemos indiferentes ante ella ni mucho menos; al contario, nos gusta escucharla, citarla, comentarla, e incluso empeñarnos en vivir algunos pasajes suyos. Al menos aquellos que más nos gustan o con los que nos sentimos más en sintonía. ¿Pero podemos afirmar lo mismo de la Regla en su conjunto? ¿Es a ella a quien nos referimos concreta y habitualmente como guía de nuestro caminar personal o comunitario? Sin duda alguna, todo hermano menor puede responder, y con razón, que es san Francisco su punto de referencia. Pues quien le estimula y anima a seguir a Cristo y le guía en su manera de estar en el mundo es Francisco, su persona creíble y atractiva, más que la Regla quizá. Más aún cuando su mentalidad antijurídica y su convicción -confirmada por la misma Regla- de que el Evangelio nos basta como norma de vida, no nos invitan al culto a la Regla. Sin contar lo que yo llamaría una cierta devaluación de ésta, originada en el contexto del descubrimiento y estudio de otros escritos de nuestro Fundador, lo que ha traído como consecuencia que se la considere como un texto más.


Pero, precisamente, la Regla no es un texto como los demás. Ella es, de todos los escritos de Francisco, el único que, aprobado por el Sucesor de Pedro, nos ha sido dado por el Espíritu para adquirir y verificar nuestra identidad de hermanos menores. Ella es el texto que, tras muchos intentos felices o aciagos, se ha convertido en el sello y garantía de nuestra existencia. Sin ella, es posible que la historia mencionara todavía hoy a un cierto Francisco de Asís y los primeros pasos del generoso pero efímero movimiento que él suscitara al igual que otros profetas de su tiempo; también es probable que un hombre de una pureza como la de Francisco tuviera su nombre inscrito en el catálogo de los santos.

Pero lo cierto es, en todo caso, que nosotros no estaríamos aquí esta tarde, que jamás habríamos tenido la gracia de conocer a Francisco, y que nunca habrían existido ni las numerosas familias nacidas de él ni la gran gesta franciscana escrita, y no acabada, en la Iglesia y para la Iglesia. La Regla, la de 1223, no la de 1221, constituye, pues, nuestra referencia auténtica y última de Francisco. Con ella en su totalidad y no con algunos de sus fragmentos es con lo que debemos confrontar nuestra vida, la vida de la Orden, la de nuestras Provincias y comunidades. Ella, con nuestras Constituciones Generales, es la garantía que nos permite verificar nuestra imagen de Francisco, evitando que caigamos en esa tentación que a veces nos acecha de fabricarnos un Francisco a la medida de nuestros deseos o conforme a «las fábulas profanas» (cf. 1 Tim 4,7).

Hermanos, esta tarde nos hemos animado a ser fieles a nuestra Regla. A remitirnos a ella con frecuencia, para que inspire nuestro ser y nuestro obrar. Estamos invitados a establecer con ella una relación incesante. Una relación que no sea extremista ni reduccionista, sino una relación exacta de sintonía.

La Regla es un todo, una sola hostia, confeccionada con las migajas de Evangelio recogidas por las manos de Francisco (cf. 2 Cel 209). Cada migaja, tomada en sí misma, es incapaz de formar un hermano menor. No introduzcamos glosas, diciendo: «Así deben entenderse» (Test 38). Comamos la hostia entera: rumiemos la palabra. Si nos alimentamos de ella con amor, ella nos dará nuestra belleza, nuestra «forma» de hermanos menores. Si despreciamos el don que se nos ha hecho, quedaremos, por el contrario, desfigurados, como leprosos, leemos en el hermoso texto de Tomás de Celano.

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