viernes, 2 de noviembre de 2012

El Padrenuestro, arquetipo de la Oración del Cristiano (I) 



Por Lázaro Iriarte, OFMCap

Cuando Jesús se retiraba a orar, se alejaba de sus discípulos; en ciertas ocasiones llevaba consigo a los tres confidentes Pedro, Santiago y Juan; pero aun éstos quedaban a cierta distancia; y esperaban a que regresara. El Maestro no tuvo prisa por introducirlos en la práctica de la oración personal. Ciertamente acudía con ellos a la sinagoga cada sábado para el recitado de los salmos y la lectura de los libros sagrados; santificaba con el rezo la comida y demás momentos de la jornada, como lo hacía todo buen israelita. Les había hecho comprender el valor de la oración secreta, a puerta cerrada, bajo la sola mirada del Padre del cielo, muy preferible a la recitación mecánica de multitud de fórmulas exteriores (Mt 6,5-8).

Había de venir de ellos el deseo de orar, como una maduración de las enseñanzas recibidas de él. Por fin un día en que, como tantas veces, volvía de la oración, uno de ellos se aventuró a decirle: Señor, enséñanos a orar, como enseñó Juan a sus discípulos (Lc 11,1-3). Ese momento esperaba Jesús. Pedagogía digna de tenerse en cuenta: de poco sirve iniciar en la oración a quien no siente hambre de orar. Fue entonces cuando, según Lucas, Jesús enseñó a los apóstoles el Padrenuestro, que Mateo coloca en el contexto del sermón de la montaña. En efecto, la intención del Maestro no fue proporcionarles una fórmula ideal para recitarla, sino más bien facilitarles el paradigma esencial del diálogo filial con el Padre.

Puede ser muy útil una meditación pausada, parte por parte, de ésta que viene llamada «la oración del Señor»; es ella la que une a todos los cristianos. Nos servirá de guía el seráfico Padre que, con los primeros hermanos que le dio el Señor, hizo del Padrenuestro la expresión permanente de su piedad: «Movidos por el fuego del Espíritu Santo, rezaban cantando el Padrenuestro, adaptándole una melodía espiritual, no sólo en los tiempos prescritos (de las horas canónicas), sino a cualquier hora» (1 Cel 47). Pero Francisco nutría su contemplación con cada una de las peticiones; fruto de esa luz infusa es la profunda paráfrasis que ha llegado hasta nosotros.

Padre nuestro que estás en el cielo. La primera palabra es la más importante: Padre nuestro. Jesús, como primogénito de la multitud de hermanos (Rom 8,29), se une a nosotros en comunión de amor al Padre. Comprendemos la emoción del joven Francisco cuando, viéndose repudiado por su padre terreno, exclamó: «De ahora en adelante podré decir a boca llena: ¡Padre nuestro que estás en el cielo!» (2 Cel 12).

En el cielo. El alma del Poverello se llena de suavidad trasladándose con el deseo a esa morada celestial, llena del resplandor de la gloria de Dios, de la cual todos estamos llamados a ser ciudadanos:

«Que estás en el cielo: en los ángeles y en los santos; iluminándolos para el conocimiento, porque tú, Señor, eres luz; inflamándolos para el amor, porque tú, Señor, eres amor; habitando en ellos y colmándolos para la bienaventuranza, porque tú, Señor, eres sumo bien, eterno bien, del cual viene todo bien, sin el cual no hay ningún bien» (ParPN 2).

Siguen las peticiones distribuidas en dos planos, uno que tiene por mira la gloria de Dios y su plan salvífico, otro que se proyecta sobre la tarea del existir humano aquí abajo.

Una oración bien ordenada no pone en primer plano nuestra persona, nuestros afanes, nuestras necesidades, nuestros temores..., sino que piensa ante todo en Dios y sus intereses. Pero, sabiendo que nos ama como Padre y tiene sus ojos fijos en nuestra situación, es muy justo que, en un segundo tiempo, se la expongamos con confianza.

Santificado sea tu nombre. El nombre de Dios, en la Biblia, es un término que encierra todo cuanto es para los hombres el ser de Dios. Y pedimos que él sea conocido, celebrado, respetado, bendecido... El Hijo de Dios se hizo hombre, ante todo, para glorificar al Padre. Pudo decir al final de su vida: Yo te he glorificado sobre la tierra... He dado a conocer tu nombre a los hombres que tú me has dado... (Jn 17,5s).

La misión fundamental que Francisco asigna a sus hermanos es la de ir por el mundo como testigos y pregoneros del nombre de Dios (CtaO 8s). En su paráfrasis refleja su propia experiencia contemplativa de ese conocimiento del misterio de Dios en todas sus dimensiones, evocando un profundo texto de san Pablo (Ef 3,18):

«Clarificada sea en nosotros tu noticia, para que conozcamos cuál es la anchura de tus beneficios, la largura de tus promesas, la sublimidad de tu majestad y la profundidad de tus juicios» (ParPN 3).

[L. Iriarte, Ejercicios espirituales, Valencia 1998, pp. 89-91]

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