Por Lázaro Iriarte, OFMCap
Cuando Jesús se
retiraba a orar, se alejaba de sus discípulos; en ciertas ocasiones llevaba
consigo a los tres confidentes Pedro, Santiago y Juan; pero aun éstos quedaban
a cierta distancia; y esperaban a que regresara. El Maestro no tuvo prisa por
introducirlos en la práctica de la oración personal. Ciertamente acudía con
ellos a la sinagoga cada sábado para el recitado de los salmos y la lectura de
los libros sagrados; santificaba con el rezo la comida y demás momentos de la
jornada, como lo hacía todo buen israelita. Les había hecho comprender el valor
de la oración secreta, a puerta cerrada, bajo la sola mirada del Padre del
cielo, muy preferible a la recitación mecánica de multitud de fórmulas
exteriores (Mt 6,5-8).
Había de venir de
ellos el deseo de orar, como una maduración de las enseñanzas recibidas de él.
Por fin un día en que, como tantas veces, volvía de la oración, uno de ellos se
aventuró a decirle: Señor, enséñanos a orar, como enseñó Juan a sus
discípulos (Lc 11,1-3). Ese momento esperaba Jesús. Pedagogía digna de
tenerse en cuenta: de poco sirve iniciar en la oración a quien no siente hambre
de orar. Fue entonces cuando, según Lucas, Jesús enseñó a los apóstoles el
Padrenuestro, que Mateo coloca en el contexto del sermón de la montaña. En
efecto, la intención del Maestro no fue proporcionarles una fórmula ideal para
recitarla, sino más bien facilitarles el paradigma esencial del diálogo filial
con el Padre.
Puede ser muy útil
una meditación pausada, parte por parte, de ésta que viene llamada «la oración
del Señor»; es ella la que une a todos los cristianos. Nos servirá de guía el
seráfico Padre que, con los primeros hermanos que le dio el Señor, hizo del
Padrenuestro la expresión permanente de su piedad: «Movidos por el fuego del
Espíritu Santo, rezaban cantando el Padrenuestro, adaptándole una melodía
espiritual, no sólo en los tiempos prescritos (de las horas canónicas), sino a
cualquier hora» (1 Cel 47). Pero Francisco nutría su contemplación con cada una
de las peticiones; fruto de esa luz infusa es la profunda paráfrasis que ha
llegado hasta nosotros.
Padre nuestro que
estás en el cielo. La primera palabra es la más importante: Padre nuestro.
Jesús, como primogénito de la multitud de hermanos (Rom 8,29), se une a
nosotros en comunión de amor al Padre. Comprendemos la emoción del joven
Francisco cuando, viéndose repudiado por su padre terreno, exclamó: «De ahora
en adelante podré decir a boca llena: ¡Padre nuestro que estás en el cielo!»
(2 Cel 12).
En el cielo. El alma del
Poverello se llena de suavidad trasladándose con el deseo a esa morada
celestial, llena del resplandor de la gloria de Dios, de la cual todos estamos
llamados a ser ciudadanos:
«Que estás en el
cielo: en los ángeles y en los santos; iluminándolos para el conocimiento,
porque tú, Señor, eres luz; inflamándolos para el amor, porque tú, Señor, eres
amor; habitando en ellos y colmándolos para la bienaventuranza, porque tú,
Señor, eres sumo bien, eterno bien, del cual viene todo bien, sin el cual no
hay ningún bien» (ParPN 2).
Siguen las peticiones
distribuidas en dos planos, uno que tiene por mira la gloria de Dios y su plan
salvífico, otro que se proyecta sobre la tarea del existir humano aquí abajo.
Una oración bien
ordenada no pone en primer plano nuestra persona, nuestros afanes, nuestras
necesidades, nuestros temores..., sino que piensa ante todo en Dios y sus
intereses. Pero, sabiendo que nos ama como Padre y tiene sus ojos fijos en
nuestra situación, es muy justo que, en un segundo tiempo, se la expongamos con
confianza.
Santificado sea tu
nombre. El nombre de Dios, en la Biblia, es un término que encierra
todo cuanto es para los hombres el ser de Dios. Y pedimos que él sea conocido,
celebrado, respetado, bendecido... El Hijo de Dios se hizo hombre, ante todo,
para glorificar al Padre. Pudo decir al final de su vida: Yo te he
glorificado sobre la tierra... He dado a conocer tu nombre a los hombres que tú
me has dado... (Jn 17,5s).
La misión
fundamental que Francisco asigna a sus hermanos es la de ir por el mundo como
testigos y pregoneros del nombre de Dios (CtaO 8s). En su paráfrasis refleja su
propia experiencia contemplativa de ese conocimiento del misterio de Dios en
todas sus dimensiones, evocando un profundo texto de san Pablo (Ef 3,18):
«Clarificada sea en
nosotros tu noticia, para que conozcamos cuál es la anchura de tus beneficios,
la largura de tus promesas, la sublimidad de tu majestad y la profundidad de
tus juicios» (ParPN 3).
[L. Iriarte, Ejercicios
espirituales, Valencia 1998, pp. 89-91]
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