Si
Dios es -o debe ser- para nosotros el Absoluto, lógicamente todo lo demás debe
estar en función de esta convicción, no solamente trabajando por limpiar
nuestro corazón para poder ver a Dios, sino colocando en segundo lugar, por
importante que sea, todo aquello que decimos no ser Dios mismo. El trabajo y el
estudio, dos actividades-tipo que podemos convertir en absolutos, y por tanto
en ídolos, deben supeditarse a la supremacía de Dios (2 R 5,1-3; CtaA 2).
Para
que la oración nos ayude a crecer y caminar por el sendero de nuestra propia
fe, necesita ser personalizada. Por mucho que la Fraternidad arrope y sostenga
la oración de cada uno de sus miembros, nunca podrá sustituir la
responsabilidad individual de hacerse presente ante el Dios del que vive y para
el que vive. Nuestra dignidad personal está fundada en el amor particular que
Dios nos tiene; y ese gesto de generosidad necesita ser correspondido con la
alabanza y la voluntad de ir creciendo a su imagen y semejanza, puesto que
imitando a Dios es como aprendemos a ser hombres.
Sin
embargo, la realidad de la oración no se limita al ámbito individual. La
Fraternidad es también personal y, por tanto, receptora de ese amor fundante
(Test 14-15) que la convierte en pregonera de las maravillas que Dios hace con
el hombre. Una Fraternidad que se ha reunido para seguir a Jesús no puede
olvidar impunemente la faceta contemplativa de ese mismo Jesús, abierto
incondicionalmente a la voluntad del Padre que le llevaba al compromiso por la
construcción de un Reino ofrecido a los hombres. Si tomamos la oración
comunitaria como un trámite rutinario para cumplir la legislación, el tiempo se
encargará de clarificar las cosas haciendo ver, al menos para los que nos
observan, que lo que allí se hace no es oración sino pura charlatanería o mudo
silencio.
La
oración, aun siendo importante por ser uno de los elementos fundantes de
nuestra identidad, no puede ser tomada en vano utilizándola como falsa panacea
de todos los problemas de la Fraternidad. Cuando el grupo, o uno de sus
miembros, no funciona, la única solución no tiene por qué ser el aumento de los
tiempos de oración, ya que -muy posiblemente- lo que necesite sea visitar a un
psicólogo u otro tipo de terapias que solucionen el problema.
Por
otro lado, la invasión de nuevas técnicas orientales de oración está amenazando
a la oración misma al vaciarla de su contenido teológico. La oración cristiana
no puede tener otro objetivo que el Dios de Jesús, manifestado como Padre suyo
y también nuestro. Por eso, confundir los medios con el fin, entregándose a una
oración difusa e impersonal, es renunciar a la oración que la Iglesia ha
mantenido como identificadora de lo cristiano, y a la que Francisco se adhirió
con laboriosidad como única forma de respuesta a la llamada existencial que el
Señor le hizo una vez convertido.
La
oración de Francisco, como expresión de su vida, fue la oración del que se sabe
pobre y, por tanto, no se apoya en sus propios méritos sino en la bondad del
Señor. Desde esta actitud se entiende el reconocimiento de los valores, sin
ningún tipo de envidia, que Dios ha distribuido entre los hombres para que los
aporten en el quehacer común del Reino creando fraternidad. Percibir esos
valores y dar gracias a Dios por ellos es una forma de entrar en la dinámica de
la pobreza que alcanza, incluso, a la misma oración. De ese modo podemos afinar
la propia sensibilidad descubriendo valores reales allí donde otros no ven más
que amenazas y calamidades.
La
oración, en definitiva, debe abordarse desde lo que ella misma es y el lugar
que ocupa dentro de la vida cristiana. La renovación conciliar intentó hacer
creíble nuestra vida franciscana remitiéndonos a los orígenes para recuperar,
de forma nueva, nuestra identidad. Pues bien, no se podrá dar una actualización
del carisma franciscano si no recobramos la frescura, y al mismo tiempo la
hondura, de una oración confiada, que no teme el reto secularizante de nuestra
sociedad porque ha experimentado en su propia vida lo que es y a lo que lleva
el encontrarse de una forma responsable con Dios.
[Cf.
el texto completo en Selecciones
de Franciscanismo n. 56, 1990, 177-212]
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