domingo, 4 de marzo de 2012

«Adorar al Señor Dios» 
Orar siempre, actitud de Francisco de Asís

Por Julio Micó, o.f.m.cap. 

El que ha sido tocado por Dios en lo profundo de su ser, como Francisco, necesita alargar el encuentro con el Señor para satisfacer su sed de sentido, sin el que la vida estaría vacía, e iluminar su diario existir. Francisco lo describe como espíritu de oración y devoción (2 R 5,2).


Este empeño en hacer de la alabanza el susurro continuo de un corazón abierto a Dios es tradicional en la historia de la espiritualidad. Ante la invitación de Jesús a orar siempre y no desanimarse (Lc 18,1), algunos Santos Padres y escritores de los siglos IV y V organizaron el Oficio divino según los momentos claves del día. La finalidad no era otra más que responder a la llamada evangélica de orar sin descanso. De este modo la plegaria discontinua de las Horas aparece como una sustitución de la plegaria continua. Si la primera garantiza el Oficio comunitario de los cenobitas, la segunda permanece siempre como norma suprema hacia la que debe tender toda vida monástica.

Francisco, seguramente, no tuvo conocimiento de que alguna vez se hubiera dado en su literalidad el deseo de alabar a Dios continuamente. Pero la alerta evangélica de orar siempre para no caer en la tentación, que sirvió de marco a monjes y eremitas a la hora de concretizar su programa de oración, fue retomada también por Francisco como ámbito en el que se debía desenvolver la vida de los hermanos. Por eso nos dice:

«Guardémonos mucho de la malicia y sutileza de Satanás, que quiere que el hombre no tenga su mente y su corazón dirigidos a Dios. Y, dando vueltas, desea llevarse el corazón del hombre so pretexto de alguna recompensa o ayuda, y sofocar en su memoria la palabra y preceptos del Señor, queriendo cegar el corazón del hombre por medio de los negocios y cuidados del siglo, y habitar allí... Por lo tanto, hermanos todos, guardémonos mucho de perder o apartar del Señor nuestra mente y corazón so pretexto de alguna merced u obra o ayuda. Mas en la santa caridad que es Dios, ruego a todos los hermanos, tanto los ministros como los otros, que, removido todo impedimento y pospuesta toda preocupación y solicitud, del mejor modo que puedan, hagan servir, amar, honrar y adorar al Señor Dios con corazón limpio y mente pura, que es lo que él busca sobre todas las cosas; y hagámosle siempre allí habitación y morada a aquél que es Señor Dios omnipotente, Padre e Hijo y Espíritu Santo, que dice: Vigilad, pues, orando en todo tiempo, para que seáis considerados dignos de huir de todos los males que han de venir, y de estar en pie ante el Hijo del Hombre. Y cuando estéis de pie para orar, decid: Padre nuestro, que estás en el cielo. Y adorémosle con puro corazón, porque es preciso orar siempre y no desfallecer» (1 R 22,19-29).

Esta misma insistencia en la oración se repite innumerables veces a través de sus Escritos, recordándonos a todos los hermanos que «nada nos impida, nada nos separe de esta Presencia, y en todo lugar, a toda hora y en todo tiempo, todos los días y continuamente, creamos verdadera y humildemente y tengamos en el corazón y amenos, honremos, adoremos, sirvamos, alabemos y bendigamos, glorifiquemos y exaltemos, engrandezcamos y demos gracias al altísimo y sumo Dios» (1 R 23,10-11).

La necesidad de mantenerse continuamente en esta actitud acogedora de la Presencia viene expresada en la repetición machacona del todo aplicado a los hermanos, el tiempo y el lugar. El hombre en su totalidad debe mantener despierto y abierto el corazón para que el Dios Trinidad habite y actúe en él hasta transformarlo.

Los biógrafos han ampliado este dato, por otra parte cierto, de la disponibilidad orante de Francisco, llevándolo muchas veces hasta la materialización de que el Santo estaba continuamente en oración. No cabe duda que Francisco ocupó mucho tiempo en la plegaria y se esforzó por mantener ese espíritu de oración y devoción como presupuesto; pero esa exageración piadosa no se entiende si no es para motivar el deseo de hacerlo un modelo hagiográfico que invitara a los hermanos, pero sobre todo a los creyentes, a la práctica de la oración.

Celano apunta esta función didáctica del relato al decirnos que si narra «las maravillas de su oración es para que las imiten los que han de venir» (2 Cel 94). En este sentido hay que entender también las palabras de san Buenaventura al decir de Francisco que «para no verse privado de la consolación del Amado, se esforzaba, orando sin intermisión, por mantener siempre su espíritu unido a Dios... Era también la oración para este hombre dinámico un refugio, pues, desconfiando de sí mismo y fiado de la bondad divina, en medio de toda su actividad descargaba en el Señor, por el ejercicio continuo de la oración, todos sus afanes... Exhortaba a los hermanos, con todos los medios posibles, a que se dedicaran a su ejercicio. Y en cuanto a él se refiere, cabe decir que ora caminase o estuviese sentado, lo mismo en casa que afuera, ya trabajase o descansase, de tal modo estaba entregado a la oración, que parecía consagrar a la misma no sólo su corazón y su cuerpo, sino hasta toda su actividad y todo su tiempo» (LM 10,1).

El ideal de la oración continua se haría aquí realidad. Para los biógrafos esta descripción, que nos puede parecer exagerada, está en función de la misma Leyenda escrita por san Buenaventura, que no pretende más que hacer de Francisco un modelo hagiográfico que invite a los fieles a la comunicación con Dios. Pero si analizamos un poco esta figura del Francisco orante comprobaremos, más allá de la literalidad de las palabras, que no se refiere tanto a la materialidad de la oración, tal como nosotros la entendemos, cuanto a esa actitud orante que el mismo Santo define, como antes he dicho, como espíritu de oración y devoción.

En esto no hace más que remontarse a la más pura tradición monástica y eremítica, donde tanto la Palabra como su eco son objeto de rumia por parte del monje, para mantener continuamente abierto su corazón a Dios. Sólo desde esta disponibilidad es posible recibir en los momentos propios de la oración la visita saludable del Señor y hacer fecunda su permanencia. Porque de lo que se trata no es de encerrar en un espacio de tiempo determinado la presencia salvadora de Dios en nosotros, sino de tomar conciencia de que Dios se nos da continuamente y tenemos que hacer de nuestras vidas su habitación y morada; y esta realidad necesita tiempo para ser percibida, pero todavía más para ser llevada a cabo de una forma responsable.

[Cf. el texto completo en Selecciones de Franciscanismo n. 56, 1990, 177-212]

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