El que ha
sido tocado por Dios en lo profundo de su ser, como Francisco, necesita alargar
el encuentro con el Señor para satisfacer su sed de sentido, sin el que la vida
estaría vacía, e iluminar su diario existir. Francisco lo describe como espíritu
de oración y devoción (2 R 5,2).
Este empeño
en hacer de la alabanza el susurro continuo de un corazón abierto a Dios es
tradicional en la historia de la espiritualidad. Ante la invitación de Jesús a orar
siempre y no desanimarse (Lc 18,1), algunos Santos Padres y escritores de
los siglos IV y V organizaron el Oficio divino según los momentos claves del
día. La finalidad no era otra más que responder a la llamada evangélica de orar
sin descanso. De este modo la plegaria discontinua de las Horas aparece como
una sustitución de la plegaria continua. Si la primera garantiza el Oficio
comunitario de los cenobitas, la segunda permanece siempre como norma suprema
hacia la que debe tender toda vida monástica.
Francisco,
seguramente, no tuvo conocimiento de que alguna vez se hubiera dado en su
literalidad el deseo de alabar a Dios continuamente. Pero la alerta evangélica
de orar siempre para no caer en la tentación, que sirvió de marco a monjes y
eremitas a la hora de concretizar su programa de oración, fue retomada también
por Francisco como ámbito en el que se debía desenvolver la vida de los
hermanos. Por eso nos dice:
«Guardémonos
mucho de la malicia y sutileza de Satanás, que quiere que el hombre no tenga su
mente y su corazón dirigidos a Dios. Y, dando vueltas, desea llevarse el
corazón del hombre so pretexto de alguna recompensa o ayuda, y sofocar en su
memoria la palabra y preceptos del Señor, queriendo cegar el corazón del hombre
por medio de los negocios y cuidados del siglo, y habitar allí... Por lo tanto,
hermanos todos, guardémonos mucho de perder o apartar del Señor nuestra mente y
corazón so pretexto de alguna merced u obra o ayuda. Mas en la santa caridad
que es Dios, ruego a todos los hermanos, tanto los ministros como los otros,
que, removido todo impedimento y pospuesta toda preocupación y solicitud, del
mejor modo que puedan, hagan servir, amar, honrar y adorar al Señor Dios con
corazón limpio y mente pura, que es lo que él busca sobre todas las cosas; y
hagámosle siempre allí habitación y morada a aquél que es Señor Dios
omnipotente, Padre e Hijo y Espíritu Santo, que dice: Vigilad, pues, orando en
todo tiempo, para que seáis considerados dignos de huir de todos los males que
han de venir, y de estar en pie ante el Hijo del Hombre. Y cuando estéis de pie
para orar, decid: Padre nuestro, que estás en el cielo. Y adorémosle con
puro corazón, porque es preciso orar siempre y no desfallecer» (1 R 22,19-29).
Esta misma
insistencia en la oración se repite innumerables veces a través de sus
Escritos, recordándonos a todos los hermanos que «nada nos impida, nada nos
separe de esta Presencia, y en todo lugar, a toda hora y en todo tiempo, todos
los días y continuamente, creamos verdadera y humildemente y tengamos en el
corazón y amenos, honremos, adoremos, sirvamos, alabemos y bendigamos,
glorifiquemos y exaltemos, engrandezcamos y demos gracias al altísimo y sumo
Dios» (1 R 23,10-11).
La necesidad
de mantenerse continuamente en esta actitud acogedora de la Presencia viene
expresada en la repetición machacona del todo aplicado a los hermanos,
el tiempo y el lugar. El hombre en su totalidad debe mantener despierto y
abierto el corazón para que el Dios Trinidad habite y actúe en él hasta
transformarlo.
Los biógrafos
han ampliado este dato, por otra parte cierto, de la disponibilidad orante de
Francisco, llevándolo muchas veces hasta la materialización de que el Santo
estaba continuamente en oración. No cabe duda que Francisco ocupó mucho tiempo
en la plegaria y se esforzó por mantener ese espíritu de oración y devoción
como presupuesto; pero esa exageración piadosa no se entiende si no es para
motivar el deseo de hacerlo un modelo hagiográfico que invitara a los hermanos,
pero sobre todo a los creyentes, a la práctica de la oración.
Celano apunta
esta función didáctica del relato al decirnos que si narra «las maravillas de
su oración es para que las imiten los que han de venir» (2 Cel 94). En este
sentido hay que entender también las palabras de san Buenaventura al decir de
Francisco que «para no verse privado de la consolación del Amado, se esforzaba,
orando sin intermisión, por mantener siempre su espíritu unido a Dios... Era también
la oración para este hombre dinámico un refugio, pues, desconfiando de sí mismo
y fiado de la bondad divina, en medio de toda su actividad descargaba en el
Señor, por el ejercicio continuo de la oración, todos sus afanes... Exhortaba a
los hermanos, con todos los medios posibles, a que se dedicaran a su ejercicio.
Y en cuanto a él se refiere, cabe decir que ora caminase o estuviese sentado,
lo mismo en casa que afuera, ya trabajase o descansase, de tal modo estaba
entregado a la oración, que parecía consagrar a la misma no sólo su corazón y
su cuerpo, sino hasta toda su actividad y todo su tiempo» (LM 10,1).
El ideal de
la oración continua se haría aquí realidad. Para los biógrafos esta
descripción, que nos puede parecer exagerada, está en función de la misma Leyenda
escrita por san Buenaventura, que no pretende más que hacer de Francisco un
modelo hagiográfico que invite a los fieles a la comunicación con Dios. Pero si
analizamos un poco esta figura del Francisco orante comprobaremos, más allá de
la literalidad de las palabras, que no se refiere tanto a la materialidad de la
oración, tal como nosotros la entendemos, cuanto a esa actitud orante que el
mismo Santo define, como antes he dicho, como espíritu de oración y devoción.
En esto no
hace más que remontarse a la más pura tradición monástica y eremítica, donde
tanto la Palabra como su eco son objeto de rumia por parte del monje, para
mantener continuamente abierto su corazón a Dios. Sólo desde esta
disponibilidad es posible recibir en los momentos propios de la oración la
visita saludable del Señor y hacer fecunda su permanencia. Porque de lo que se
trata no es de encerrar en un espacio de tiempo determinado la presencia
salvadora de Dios en nosotros, sino de tomar conciencia de que Dios se nos da continuamente
y tenemos que hacer de nuestras vidas su habitación y morada; y esta realidad
necesita tiempo para ser percibida, pero todavía más para ser llevada a cabo de
una forma responsable.
[Cf. el texto completo en Selecciones
de Franciscanismo n. 56, 1990, 177-212]
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