Por
Lázaro Iriarte, OFMCap
Francisco descubre el Evangelio como proyecto
de «vida»
El
tercer estadio de la conversión de Francisco tuvo una larga espera purificante
en soledad y oración. Se sentía solo, rechazado por los suyos, mirado por todos
como un pobre desequilibrado.
Fueron,
más o menos, dos años y medio de grande sufrimiento interior, como no podía ser
menos en aquel viraje total de la vida. Es la típica situación del convertido,
que ve con claridad lo que ya ha terminado para él, lo que Dios no acepta en su
vida, pero aún no ha descubierto «el camino»: se siente impulsado hacia lo
desconocido, abandonado a la acción divina.
Un
anticipo del descubrimiento definitivo lo tuvo el día en que se dispuso a
ejecutar, con prontitud caballeresca, la orden recibida del Crucificado de
reparar la iglesita de San Damián. Fuese a casa, tomó consigo las mejores telas
del almacén de su padre, cargó el caballo y, en Foligno, vendió telas y
caballo. Vuelto a Asís, fue a encontrar al capellán de San Damián para darle el
encargo de reconstruir la iglesia. Razonaba todavía como buen rico cristiano.
Pero el sacerdote rehusó recibir aquel dinero.
Semejante
negativa fue interpretada por el joven convertido como un rechazo, por parte
del Señor, de sus recursos humanos: aceptaba sólo su persona, no sus bienes.
Arrojó la bolsa en una ventana, despreciando el dinero como si fuera polvo.
«Hubiera querido emplearlo todo en socorrer a los pobres y en restaurar la
capilla» (1 Cel 14); pero ahora tenía que llegar a la conclusión de que, para
ser verdadero hermano de los pobres, había que hacerse pobre como ellos y de
que las obras de Dios no se hacen con dinero, sino con la donación personal.
Después
de la renuncia total en manos de su padre y de su primera y dura experiencia de
la pobreza alegre, regresó a Asís, dispuesto a poner por obra el mandato del
Señor crucificado, pero con sus propias manos. Hubo de aprender el oficio de
albañil, mendigar el material piedra a piedra y pedir la colaboración de otros
pobres, compartiendo con ellos las limosnas. Así, sin dinero, logró reconstruir
no sólo una iglesia, sino luego una segunda y después una tercera, y hubiera
continuado reconstruyendo iglesias, si una nueva manifestación del designio
divino no le hubiera hecho ver que aquel servicio prestado al Cristo pobre no
era sino un adiestramiento simbólico para su grande misión en la santa madre
Iglesia.
En
adelante el dinero no contará absolutamente en su vida; lo excluirá
decididamente más tarde, en la Regla, de los medios de presencia y de acción de
su fraternidad.
Esta
postura le fue confirmada en forma definitiva el día en que, asistiendo a la
misa en la iglesita de la Porciúncula, la tercera reconstruida por él, se
sintió interpelado por la página evangélica de la misión. El texto
escuchado debió de ser el de Lc 10,1-9: Jesús manda a sus discípulos a anunciar
el Reino, con mansedumbre de corderos, sin provisiones de viaje, sin bolsa,
llevando el saludo de paz, comiendo lo que les sea puesto delante, curando a
los enfermos...
Terminada
la misa, se hizo explicar por el sacerdote aquel evangelio. Fue como el
despuntar de un día radiante tras una larga noche: «Al momento, fuera de sí por
el gozo y movido del espíritu de Dios, exclamó: ¡Esto es lo que yo quería, esto
es lo que yo buscaba, esto lo que me propongo poner en práctica con todo mi
corazón!».
Sin
esperar más, abandona su atuendo de peregrino, que hasta entonces había sido el
signo público de su «vida de penitencia», y se presenta vestido de una sencilla
túnica ideada por él mismo, ceñida con una cuerda, y con los pies descalzos,
anunciando el reino de Dios e invitando a la conversión. Sucedía esto «en el
tercer año de su conversión» (1 Cel 21-23).
He
aquí el primer efecto del descubrimiento de su vocación evangélica: Francisco
siente como una necesidad vital de llevar a los hombres todo cuanto el Señor le
va comunicando en el secreto de la contemplación; es un mensaje que él anuncia
«con gran fervor de espíritu y gozo de su alma» (1 Cel 23), como quien tiene
una «buena nueva» que interesa a todos.
Ahora,
además, tiene finalmente una vida que vivir él y que compartir con
otros. Así fue: a los pocos días comenzaron a agruparse en torno a él los
primeros discípulos, para adoptar la misma manera «de vestir y de vivir». Y
Francisco se vio fundador sin pensarlo. No le asustó este nuevo signo de la
voluntad divina. Acogió al primer llegado, Bernardo de Quintavalle, con un
abrazo. Había tenido que aceptar aquella larga soledad, él, Francisco, tan dado
por su natural a la amistad, tan sociable.
[Cf. el texto completo en Vocación Franciscana,
esp. pp. 38-41]
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