Acudamos confiados a la escuela de oración de
Francisco. El Seráfico Padre nos conducirá, ante todo, a conocer a Jesús a
través del Evangelio, como condujo a sus primeros compañeros a la iglesita de
la Porciúncula para que el Señor les manifestase su voluntad y les desvelase el
camino que debían seguir.
La incidencia del Evangelio en la vida de san
Francisco es demasiado conocida para que la tratemos de nuevo aquí. Será
oportuno, sin embargo, destacar que la oración de nuestro Santo tiene como
fuente la meditación del Evangelio y de la Sagrada Escritura, y que esta
meditación era penetrante y fructuosa por cuanto iba seguida de la ejecución
inmediata de lo leído. Francisco estaba profundamente convencido de que en el
Evangelio hablaba Jesús en persona, y, consiguientemente, sin titubeos ni
discusiones, traducía a obras cuanto su Señor le mandaba.
Para él, la equivalencia de la Palabra y de la
Eucaristía brotaba de la intuición de la presencia de Jesús tanto en la una
como en la otra; por esto, cuando no podía participar en la Misa, quería
escuchar el evangelio del día (EP 117).
De aquí, su solícita insistencia en recomendar
idéntico respeto y culto a las palabras escritas del Señor y a las especies
eucarísticas. Es interesante leer a este respecto el Testamento y las Cartas de
Francisco a los Clérigos, al Capítulo, a los Custodios.
Él podía atestiguar que había buscado siempre
al Señor en las Sagradas Escrituras, y que las había asimilado hasta el punto
de poseerlas más que suficientemente para la meditación (2 Cel 105).
Tenemos de ello un testimonio vivo en sus
Escritos, rebosantes todos ellos de pensamientos y de citas de la Biblia.
En su Carta a toda la Orden, manifiesta
así su actitud hacia la Sagrada Escritura: «Y porque "quien es de Dios
escucha las palabras de Dios" (Jn 8,47), nosotros, los que más
especialmente estamos dedicados a los Oficios divinos, debemos, no sólo
escuchar y hacer lo que dice Dios, sino además cuidar los vasos y los libros
litúrgicos, que contienen sus palabras santas, para hacer calar en nosotros la
grandeza de nuestro Creador y nuestra sumisión a Él. Por tanto, recomiendo a
todos mis hermanos y les urjo en Cristo que veneren las palabras divinas, todo
lo que puedan, dondequiera que las encuentren; y si no están bien guardadas o
están esparcidas en algún lugar indecoroso, por lo que a ellos toca, que las
recojan y guarden, venerando en las palabras al Señor que las pronunció» (CtaO
34-36).
Bien sabía el Pobrecillo que la Palabra de
Dios es un medio a través del cual el Señor se hace presente, se comunica
personalmente y, en consecuencia, se sentía de inmediato en contacto con Dios y
lo adoraba, escuchando y venerando sus palabras. Él advertía casi sensiblemente
la presencia y la acción de las Tres Personas Divinas en la Sagrada Escritura,
como se deduce de la Carta a todos los Fieles: «Siendo yo siervo de
todos, estoy obligado a servir a todos y a administrarles las odoríferas
palabras de mi Señor... Por las presente letras y mensajes me he propuesto
transmitiros las palabras de nuestro Señor Jesucristo, que es el Verbo del
Padre, y las palabras del Espíritu Santo, que son espíritu y vida (Jn 6,33)»
(2CtaF 2-3).
El Concilio presenta la convergencia de las
Tres Personas Divinas en la Revelación, y recomienda a los religiosos «tener,
ante todo, diariamente en las manos, la Sagrada Escritura, a fin de adquirir,
por la lectura y meditación de los libros sagrados, la eminente ciencia de
Jesucristo (Flp 3,8)».
[Cf.
Selecciones de Franciscanismo,
n. 19 (1978) 29-30]
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