Por Lázaro Iriarte, OFMCap
Itinerario
penitencial de santa Clara
En un contexto
social y familiar diferente del de Francisco, Clara de Favarone recorre su
camino de conversión y de descubrimiento progresivo de la vida, a la que
Dios la llama, que no dista mucho sustancialmente de los pasos dados por el
Santo. Hay una diferencia: ella cuenta con un guía en su respuesta al plan
divino: el ejemplo y la palabra del mismo Francisco, experimentado ya en las
vías evangélicas y en el seguimiento del Cristo pobre y crucificado. También
ella habla de conversión y de vida de penitencia, de los sufrimientos e
incertidumbres de los primeros pasos, del «don de las hermanas», de la forma
de vida trazada por el Santo; y afirma con énfasis el compromiso asumido de
seguir a Cristo en pobreza y humildad, en virtud de la promesa hecha «a Dios y
al padre san Francisco».
En su Testamento
Clara reconoce haberse encontrado, antes de la conversión, entre las
vanidades del mundo. No habla, como Francisco, de pecados: alma
transparente, enemiga de hipérboles, no se presenta como una pecadora; por los
datos del Proceso y de la Leyenda cabe concluir que ni siquiera
condescendió con tales vanidades. Al contrario, educada en la escuela de su
madre, Ortolana, en un clima familiar de fe y de piedad cristiana, «cuando
comenzó a advertir los primeros estímulos del amor santo, miró como
despreciable la flor efímera y falsa de la mundanidad; la unción del Espíritu Santo
le daba luz para atribuir escaso valor a las cosas que valen poco».
Precisamente porque
en ella no existía el obstáculo de los «pecados» para sentir la compasión por
los pobres, ya desde la infancia se preocupaba de la suerte de los mismos; de
la mesa bien provista de la casa paterna guardaba manjares, que después hacía
llegar secretamente a los pobres.
Quizá fue la única
persona de Asís en grado de comprender la locura del joven Francisco después
del episodio de la renuncia en presencia del obispo. Contaba unos trece años
cuando tuvo noticia de que un grupo de pobres trabajaba en la reconstrucción de
Santa María de la Porciúncula y dio a Bona de Guelfuccio, su confidente, una
suma de dinero con el encargo de llevarlo a aquellos trabajadores, «para que comprasen
carne».
¿Se trataba de
Francisco y de sus colaboradores? Es muy probable. En tal caso sería, tal vez,
la primera noticia que tuvo el convertido de la hija de los Favarone. Este
conocimiento se hizo interés de afinidad espiritual en 1210, cuando Rufino,
primo de Clara, entró a formar parte de la fraternidad y Francisco predicó en
la catedral, con la cual hacía ángulo la casa de los Favarone.
Algo más tarde,
hacia 1211, Francisco se decidió a «arrancarla del mundo» y dieron comienzo
aquellas citas secretas, en las cuales la exhortaba a «despreciar el mundo».
Parece que la iniciativa de aquellos encuentros, con el riesgo que suponían
para una joven de familia noble si el hecho llegaba a conocimiento de los
suyos, partió de la misma Clara, la cual, «al oír hablar de Francisco, al punto
tuvo deseos de verlo y de escucharle; y no era menor el deseo de él de
encontrarla y de hablarle».
Enfervorizada cada
día más con esos coloquios, Clara, «inflamada en fuego celeste, dio un adiós
tan resuelto a la vanagloria terrena, que en adelante ningún halago mundano
pudo pegarse a su corazón... Le resultaba insoportable el hastío de la pompa y
ornamento secular y despreciaba como basura todo lo que atrae externamente la
admiración, a fin de ganar a Cristo».
Francisco había
encontrado en la generosa doncella la condición fundamental, enseñada por él a
los hermanos, para acoger «el espíritu del Señor» y abrirse a su acción: «un
corazón limpio y una mente pura».
Sabedor de que la
familia estaba ya en los preparativos de la boda, Francisco dispuso
personalmente el plan de la fuga nocturna. Y Clara acogió sin vacilar semejante
locura, que la obligaría, también a ella, a romper con todos los
convencionalismos sociales. La fuga tuvo lugar, con pleno éxito, en la noche
del 18 al 19 de marzo de 1212. Francisco y los hermanos, «que velaban en
oración, la recibieron con antorchas encendidas» en la Porciúncula. Allí, ante
el altar de la Virgen, Clara prometió obediencia a Francisco; y él,
personalmente, le cortó la cabellera en señal de renuncia al mundo y de
consagración a Dios. Siguió la lucha con los familiares.
[Cf. el texto
completo en Vocación Franciscana, esp. pp. 42-45]
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