Queridos hermanos y hermanas:
La página del evangelio de san Lucas, que se
proclama en el tercer domingo de Cuaresma, refiere el comentario de Jesús sobre
dos hechos de crónica. El primero: la revuelta de algunos galileos, que Pilato
reprimió de modo sangriento; el segundo, el desplome de una torre en Jerusalén,
que causó dieciocho víctimas. Dos acontecimientos trágicos muy diversos: uno,
causado por el hombre; el otro, accidental. Según la mentalidad del tiempo, la
gente tendía a pensar que la desgracia se había abatido sobre las víctimas a
causa de alguna culpa grave que habían cometido. Jesús, en cambio, dice:
«¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que todos los demás galileos?...
O aquellos dieciocho, ¿pensáis que eran más culpables que los demás hombres que
habitaban en Jerusalén?» (Lc 13,2.4). En ambos casos, concluye: «No, os lo
aseguro; y si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo» (Lc 13,3.5).
Por tanto, el mensaje que Jesús quiere
transmitir a sus oyentes es la necesidad de la conversión. No la propone en
términos moralistas, sino realistas, como la única respuesta adecuada a
acontecimientos que ponen en crisis las certezas humanas. Ante ciertas
desgracias -advierte- no se ha de atribuir la culpa a las víctimas. La
verdadera sabiduría es, más bien, dejarse interpelar por la precariedad de la
existencia y asumir una actitud de responsabilidad: hacer penitencia y mejorar
nuestra vida. Esta es sabiduría, esta es la respuesta más eficaz al mal, en
cualquier nivel, interpersonal, social e internacional. Cristo invita a responder
al mal, ante todo, con un serio examen de conciencia y con el compromiso de
purificar la propia vida. De lo contrario -dice- pereceremos, pereceremos todos
del mismo modo.
En efecto, las personas y las sociedades que
viven sin cuestionarse jamás tienen como único destino final la ruina. En
cambio, la conversión, aunque no libra de los problemas y de las desgracias,
permite afrontarlos de "modo" diverso. Ante todo, ayuda a prevenir el
mal, desactivando algunas de sus amenazas. Y, en todo caso, permite vencer el
mal con el bien, si no siempre en el plano de los hechos -que a veces son
independientes de nuestra voluntad-, ciertamente en el espiritual. En síntesis:
la conversión vence el mal en su raíz, que es el pecado, aunque no siempre
puede evitar sus consecuencias.
Pidamos a María santísima, que nos acompaña y
nos sostiene en el itinerario cuaresmal, que ayude a todos los cristianos a
redescubrir la grandeza, yo diría, la belleza de la conversión. Que nos ayude a
comprender que hacer penitencia y corregir la propia conducta no es simple
moralismo, sino el camino más eficaz para mejorarse a sí mismo y mejorar la
sociedad. Lo expresa muy bien una feliz sentencia: Es mejor encender una
cerilla que maldecir la oscuridad.
[Después del Ángelus]
Pidamos a la Virgen
María que acompañe con su intercesión nuestro esfuerzo de conversión, para que
la participación en el misterio pascual de Cristo renueve espiritualmente
nuestras vidas y produzca en nosotros abundantes frutos de santidad, amando a
Dios y a los hermanos.
BENEDICTUS PP. XVI
No hay comentarios.:
Publicar un comentario