Al contemplar el
madero de la cruz, invito a reflexionar serenamente en la forma en que miramos la cruz. Algunos la ven como
signo de muerte y destrucción, otros como la bandera de la victoria sobre la
muerte y llave que abre el camino de la eternidad.
Hay quienes
contemplan en ella el drama inmenso de la muerte de Cristo en el Calvario, y
con lágrimas en los ojos piden perdón. Otros,
sin embargo, reclaman que no debe haber más cruces que las que ya sufren tantas
mujeres y hombres, niños, niñas y jóvenes puertorriqueños que son destrozados
por la maldad de aquellos que se creen dueños de la vida. Muchos, pues, se sienten impotentes y se
preguntan con dolor y frustración: “¿por qué Dios mío, nos has abandonado?”
Para unos es símbolo
de una religiosidad mágica que tranquiliza y adormece; para otros, significa
dolor profundo, porque les descubre las injusticias de unos cuantos grupos que
en nuestra sociedad presionan, para
intentar matar y destrozar las esperanzas de nuestro pueblo por medio de
gente sin conciencia que buscan
solamente su propio beneficio y provecho, y no tienen reparo en hacer daño.
Y nosotros, ¿cómo
contemplamos la cruz? ¿Nos cuestiona, o
nos adormece?
Por eso les invito a
contemplar no simplemente el madero de la cruz, sino a descubrir la Cruz que
carga cada ser humano, herido, maltratado y humillado que está cerca de todos
nosotros y nosotras.
Si así lo hacemos,
descubriremos la luz que brota de ella, la fuerza que encierra, la clave que animó y anima a tantos
hombres y mujeres que creen en Cristo y que les lleva a entregar su vida por
amor, sirviendo a los demás. “Porque no hay amor más grande, que el de aquel
que da la vida por los demás.”
Contemplar la cruz
con mirada de fe, nos lleva a descubrirla como el árbol de la vida, como el
gran signo de salvación y de esperanza para cuantos creen en Jesucristo. Porque la
revelación definitiva del Amor de Dios
se nos ha manifestado plenamente en el Crucificado. En la cruz,
Jesús transforma nuestro “corazón de piedra” herido por el pecado, en un
“corazón de carne”, como el suyo: nos da su amor y a su vez nos hace capaces de
amar con su mismo amor, invitándonos a entregarnos sirviendo a los demás.
En nuestro Puerto Rico de hoy
necesitamos personas que estén dispuestas asumir, como Jesús, el riesgo de
entregar su vida con todas las consecuencias. Hombres y mujeres que no tengan
miedo al qué dirán o a que se les señale por actuar conforme a la verdad y a la
justicia. Hombres y mujeres que no se callen ante el mal “Porque frente al mal,
no hay que callar”. Hombres y mujeres
que amen de verdad al pueblo, dando lo mejor de sí, personas libre de todo
egoísmo y mala voluntad, que se entreguen sin reserva en la búsqueda del bien
común.
En una sociedad como la nuestra,
impregnada de individualismo, es necesario redescubrir la importancia del amor
que lleva a la entrega, que lleva a la corrección fraterna para caminar juntos
hacia la santidad. Personas que trabajen por una auténtica reconciliación que
lleve a la comunión y nos haga solidarios, especialmente de los más pobres y
necesitados. No debemos olvidar que en una
sociedad que puede llegar a ser sorda ante los sufrimientos físicos y ante las
exigencias espirituales y morales de la vida,
debemos de luchar por ayúdanos unos a los otros buscando lo mejor para
todos. No sofoquemos los talentos con los que Dios nos ha enriquecido, y
tengamos presente que en la vida de fe, quien no avanza retrocede.
En un Puerto Rico que exige de los cristianos y cristianas un
testimonio renovado de amor y de fidelidad al Señor, les invito, que al
contemplar la cruz, no dudemos, y nos decidamos a unirnos a la caravana de los
que nos sentimos urgidos a colaborar en la búsqueda del bien común.
¡Lo vamos a lograr! Porque en el
nombre de Jesús Crucificado, Juntos decidimos avanzar.
P. Rubén Antonio González Medina, cmf.
Obispo de la Diócesis de Caguas
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