Centrándonos en lo que normalmente entendemos
por oración, cabe subrayar no sólo la profundidad teológica de la plegaria en
Francisco, sino su diversidad en cuanto a las formas. La frase con la que san
Buenaventura describe a Francisco como juglar y liturgo de Dios (LM 8,10)
expresa realmente el modo con el que el Santo se relacionaba con el Misterio. Por
una parte, su condición de juglar le permitía encontrarse con Dios de una forma
espontánea, sacando de sus raíces populares esas expresiones plásticas que le
posibilitaban una mayor creatividad personal. Por otra, su condición de hombre
de Iglesia le obligaba a ser también liturgo, expresando en el Oficio
divino y en las demás celebraciones eclesiales su docilidad al Espíritu para
que le abriera a Cristo como sacramento del Padre.
a) «Alabemos a Dios: Padre, Hijo y Espíritu
Santo»
Para que se dé oración hacen falta tres
elementos: Dios, el hombre y el encuentro de ambos. Pues bien, el Dios ante el
que ora Francisco es el Dios trinitario; y no simplemente porque así se lo
hayan enseñado, sino porque, fundamentalmente, el Dios que experimenta
Francisco a partir de su conversión, el Dios que le seduce, le desconcierta y
le funda en su realidad de hombre, es el Dios-Comunidad, el Dios-Trinidad. A
partir de esta experiencia irá leyendo todo su camino espiritual, apoyado por
la historia de salvación que se relata en la Escritura, como una manifestación
continua del empeño del Padre, el Hijo y el Espíritu por hacerle partícipe de
su propia vida a través de la Iglesia.
Este es el núcleo teológico de la oración de
Francisco tal como se refleja en sus Escritos. Rastrear por ellos la presencia
del Dios-Trinidad, que manifiesta su realidad amorosa ofreciendo al hombre la
posibilidad de ser y sentirse partícipe de esa misma vida, nos llevaría
demasiado tiempo. Como muestra será suficiente ver el capítulo 23 de la Regla no bulada.
Todo él es una plegaria de acción de gracias
por el hecho de la salvación. No tanto por el hecho en sí, sino porque esa
acción salvadora brota del amor misericordioso de Dios, es decir, del mismo ser
de Dios. Esta comunicación benevolente es obra del Padre, por medio del Hijo,
en el Espíritu Santo. La Trinidad entera participa, aunque de forma distinta,
en el acercamiento de la divinidad al hombre. Por lo tanto, el objeto al que se
dirige el corazón agradecido del orante no puede ser otro más que el
Dios-Trinitario. Consciente de su impotencia, acudirá a la Virgen y a los
Santos para que, desde su condición privilegiada, alaben a la divinidad como le
es debido.
Francisco comienza esta alabanza dando gracias
al Padre por haberse comunicado, por medio del Hijo, en el Espíritu, de forma
tan admirable en la creación, sobre todo al modelar al hombre con sus manos (v.
1). Si este gesto de amor es motivo de agradecimiento, todavía lo es más el
habernos recreado por medio del Hijo al hacerse hombre como nosotros en el seno
de María, y asumir nuestra condición pobre y pecadora (v. 3) hasta el punto de
tener que morir en la cruz. Pero la muerte no es el final; el haber sentado el
Padre a Jesús a su derecha, como prueba de lo que es capaz de hacer por el
hombre, por la humanidad, es también motivo de agradecimiento expresado en
alabanza (v. 4).
Francisco es consciente de que comprender
todos estos rasgos de generosidad divina y aceptarlos con agradecimiento sólo
puede hacerlo un hombre que sea a la vez Dios. De ahí que pida a nuestro Señor
Jesucristo, su Hijo amado, que, junto con el Espíritu Santo, le den gracias por
todo y de forma adecuada (v. 5). A esta plegaria filial de Jesús al Padre,
Francisco incorpora a la Virgen y a todos los Santos para que le den gracias
por todas estas cosas que ha hecho, junto con el Hijo y el Espíritu, por todos
nosotros (v. 6).
El gesto agradecido de la oración, cuando es
verdadero, no se limita a florecer sólo en los labios, sino que baja hasta el
corazón para llenarse de un amor eficaz y duradero. No basta decir: «¡Señor,
Señor!», sino que tiene que ser la propia vida en coherencia con el Evangelio
la que alabe agradecida el ofrecimiento incondicional de Dios al hombre (v. 7).
Sólo entonces podemos decir con verdad que el objeto de nuestro corazón, de
nuestro amor, es únicamente Dios (v. 8), y que solamente Él atrae la fuerza de
nuestros deseos (v. 9). Así pues, nada nos debe impedir que amemos y alabemos a
Dios, trinidad y unidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo (v. 10), ya que ante el
acercamiento hasta nosotros de Dios como amor no cabe otra respuesta que el
amor hecho agradecimiento y alabanza. De este modo al menos entendió Francisco
la oración como una respuesta al amor de Dios.
[Cf. el texto completo en Selecciones de Franciscanismo n. 56, 1990, 177-212]
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