Por Julio Micó, o.f.m.cap.
Cualquiera
que desconozca las biografías que hablan de Francisco, podrá creer que la
madurez con que vivió su relación con Dios -su oración- le obligaba a llevar
una vida retirada y al margen de los problemas que bullían en la sociedad de su
tiempo. Sin embargo, no fue así. Sorprende la gran actividad apostólica que
realizaba y su acercamiento a los grupos sociales más diversos, con el fin de
comunicarles de forma directa y experimental la buena noticia del Evangelio. El
talante de itinerancia que adopta en su apostolado es un exponente de su afán
por anunciar a todos los hombres que la raíz y el horizonte de lo humano está
en Jesús, el Dios que se hace hombre manifestándose en la espesura de nuestra
humanidad.
Para
Francisco, la oración no fue un tiempo sagrado dedicado exclusivamente a
Dios para llenarse de Él y luego poderlo ofrecer a los demás en el apostolado,
como a veces insinúan los biógrafos. Toda su vida evangélica, por estar vivida
ante la mirada bondadosa de Dios, fue oración, si bien tomaba formas distintas
según se materializara en espacios de reflexión y contemplación o en
actividades de convivencia y predicación.
De
este modo, la oración y la vida, o la contemplación y la acción, eran momentos
de su ser cristiano que se autentificaban recíprocamente. Por su oración pasaba
todo lo creado con su carga de sufrimiento y su capacidad para convertirse en
alabanza de Dios (Cánt); pero, al mismo tiempo, su predicación era una
invitación a tomar la vida con seriedad, con profundidad, alabando al Señor por
habernos amado de una forma tan desinteresada y comprometida (2CtaF 19-62).
Para Francisco, alabanza y acción se identificaban hasta el punto de motivar a
sus frailes diciéndoles: «Alabad a Dios, porque es bueno, y enaltecedlo en
vuestras obras; pues para esto os ha enviado al mundo entero, para que de
palabra y de obra deis testimonio de su voz y hagáis saber a todos que no hay
otro omnipotente sino Él» (CtaO 8-9).
Para
Francisco, como buen medieval, el mundo no es un engranaje mecanicista donde
las cosas suceden según sus propias leyes sin que nadie lo habite ni armonice.
Él lo pensaba vivo; animado por una Presencia que funda, sostiene y empuja todo
lo creado hacia su plenitud (1 R 22,1-4); de ahí su enorme providencialismo. La
historia, más que una sucesión de aconteceres inconexos, es el fluir providente
de un proyecto nacido del amor. Por eso Francisco recuerda en su Testamento que
el Señor fue el que le hizo cambiar de vida y hacer penitencia (v. 1); el que
lo acompañó hasta donde estaban los leprosos, para que practicase con ellos la
misericordia (v. 2); el que le dio tal fe en las iglesias, como lugar de
encuentro entre Dios y los hombres, que no constituían ningún obstáculo a la
hora de formular una sencilla oración sobre la cruz (v. 4). Igualmente, fue el
Señor el que le concedió una fe tan grande en los sacerdotes, a causa de su
ministerio, que prefería callar sus defectos y limitaciones para colaborar con
ellos de una forma reverente (vv. 6-10); lo mismo habría que decir de los
teólogos (v. 13). Por último, el Señor fue el que le dio los hermanos para que
formaran la Fraternidad, inspirándoles que vivieran según la forma del santo
Evangelio (v. 14).
Si el
mundo no es fruto del azar sino de la magnanimidad amorosa de Dios que lo
acompaña en su caminar, la actitud del hombre no puede ser otra más que
reconocer esta presencia, abandonándose en sus manos, y hacer de su vida una
alabanza continua al que nos llama a participar de su mismo amor.
[Cf.
el texto completo en Selecciones de
Franciscanismo n. 56, 1990, 177-212]
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