miércoles, 28 de marzo de 2012

¡Francisco, enséñanos a orar!
 Con San Francisco al encuentro de Cristo

Por Francesco Saverio Toppi, OFMCap

Para renovarnos en el espíritu y en la vida de oración, según las directrices del Concilio (PC 2,2b), debemos conocer y recobrar el espíritu y la vida de oración de nuestro santo Fundador y adaptarlos a nuestro tiempo. Debemos acercarnos a él, como los primeros hermanos, y pedirle que nos enseñe a orar, que nos introduzca en el secreto de su espíritu y de su vida de oración (1 Cel 45).

Tal secreto se desvela en la que fue la vuelta decisiva y determinante de su itinerario de conversión: el encuentro con Cristo en el camino de Espoleto, que significó para Francisco algo así como la visión de Damasco para Pablo (TC 5-6). Allí Francisco fue atrapado por Cristo, que se le presentó como «el Señor» por antonomasia y le provocó un vuelco radical de todos sus proyectos.

La conversión de san Francisco tuvo desde luego un desarrollo gradual; pero el punto de partida, que se identificó con el punto de llegada, el medio principal y el fin supremo, fue indiscutiblemente el amor a Cristo.

Jesús arrolló literalmente al joven Francisco, se posesionó de todos sus sentidos, de todas sus fibras, se adueñó de todas las palpitaciones de su corazón en todos los momentos de su vida. La clave de la espiritualidad del Serafín de Asís se encuentra en el célebre testimonio de Celano: «Los hermanos que vivieron en su compañía saben lo muy duradera y continua que era su conversación acerca de Jesús, y cuán agradable y suave, cuán tierna y llena de amor. Su boca hablaba de la abundancia de su corazón, y volcaba al exterior aquel torrente de encendida caridad que lo abrasaba en su interior. Estaba íntimamente unido con Jesús: a Jesús llevaba siempre en el corazón, a Jesús en los labios, a Jesús en los oídos, a Jesús en los ojos, a Jesús en las manos, a Jesús en todos los miembros de su cuerpo» (1 Cel 115).

San Francisco podía afirmar con toda verdad a una con san Pablo: «Ya no vivo yo, vive en mí Cristo» (Gál 2,20). Una vez que se ha encontrado con Él, el Señor, Francisco se despoja de todo para ser pobre como Él. Acepta 1a humillación, el desprecio, la convivencia con los marginados, los mendigos, los rechazados por la sociedad, los leprosos..., para ser como Él. Macera al hombre viejo, para que viva en él el Hombre nuevo. Abraza y besa al leproso, superando la repugnancia irresistible de la naturaleza, porque sabe que abraza y besa a Aquel que se presentó como un leproso por amor a nosotros.

San Francisco siguió, imitó, reprodujo al vivo a Jesucristo, y quiso que ésta fuese la norma fundamental y la regla suprema de su Fraternidad. Cuanto se diga sobre la oración sólo puede ser viable dentro de esta perspectiva: un compromiso operativo y coherente de modelarse sobre Cristo, compromiso de conversión continua, radical, transformante, tensa en profundidad hacia la persona viva del Señor Jesús.
Es necesario dejar bien sentado que la oración y la vida constituyen una unidad indivisible, que la una depende de la otra, que la una autentica a la otra. La separación entre oración y vida es principio de crisis de la oración; para resolverla, se precisa unificarlas y unificarlas en Cristo. Una recuperación del valor de la oración que se limitase únicamente a la oración sería, no sólo unilateral, sino además inevitablemente estéril. La auténtica oración se reconoce por los frutos de vida. Pretender recuperar el valor de la oración sin comprometerse seriamente en la conversión de la vida es utópico.

La vida cristiana, la ascesis, hay que plantearla desde la teología paulina del Cuerpo Místico y desde la tensión joánica del permanecer en Cristo, descrita en la alegoría de la vid y los sarmientos. Las virtudes han de ser presentadas, se ha de estimular a adquirirlas, como aspectos de la conformidad con Cristo, movimientos dinámicos hacia la asimilación de Cristo, modos de expresar el amor a Cristo. Precisamente, como las vio y las practicó Francisco de Asís.

[Cf. Selecciones de Franciscanismo, n. 19 (1978) 24-26]

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