Para
renovarnos en el espíritu y en la vida de oración, según las directrices del
Concilio (PC 2,2b), debemos conocer y recobrar el espíritu y la vida de oración
de nuestro santo Fundador y adaptarlos a nuestro tiempo. Debemos acercarnos a
él, como los primeros hermanos, y pedirle que nos enseñe a orar, que nos
introduzca en el secreto de su espíritu y de su vida de oración (1 Cel 45).
Tal
secreto se desvela en la que fue la vuelta decisiva y determinante de su
itinerario de conversión: el encuentro con Cristo en el camino de Espoleto, que
significó para Francisco algo así como la visión de Damasco para Pablo (TC
5-6). Allí Francisco fue atrapado por Cristo, que se le presentó como «el
Señor» por antonomasia y le provocó un vuelco radical de todos sus proyectos.
La
conversión de san Francisco tuvo desde luego un desarrollo gradual; pero el
punto de partida, que se identificó con el punto de llegada, el medio principal
y el fin supremo, fue indiscutiblemente el amor a Cristo.
Jesús
arrolló literalmente al joven Francisco, se posesionó de todos sus sentidos, de
todas sus fibras, se adueñó de todas las palpitaciones de su corazón en todos
los momentos de su vida. La clave de la espiritualidad del Serafín de Asís se
encuentra en el célebre testimonio de Celano: «Los hermanos que vivieron en su
compañía saben lo muy duradera y continua que era su conversación acerca de
Jesús, y cuán agradable y suave, cuán tierna y llena de amor. Su boca hablaba
de la abundancia de su corazón, y volcaba al exterior aquel torrente de
encendida caridad que lo abrasaba en su interior. Estaba íntimamente unido con
Jesús: a Jesús llevaba siempre en el corazón, a Jesús en los labios, a Jesús en
los oídos, a Jesús en los ojos, a Jesús en las manos, a Jesús en todos los
miembros de su cuerpo» (1 Cel 115).
San
Francisco podía afirmar con toda verdad a una con san Pablo: «Ya no vivo yo,
vive en mí Cristo» (Gál 2,20). Una vez que se ha encontrado con Él, el Señor,
Francisco se despoja de todo para ser pobre como Él. Acepta 1a humillación, el
desprecio, la convivencia con los marginados, los mendigos, los rechazados por
la sociedad, los leprosos..., para ser como Él. Macera al hombre viejo,
para que viva en él el Hombre nuevo. Abraza y besa al leproso, superando la
repugnancia irresistible de la naturaleza, porque sabe que abraza y besa a
Aquel que se presentó como un leproso por amor a nosotros.
San
Francisco siguió, imitó, reprodujo al vivo a Jesucristo, y quiso que ésta fuese
la norma fundamental y la regla suprema de su Fraternidad. Cuanto se diga sobre
la oración sólo puede ser viable dentro de esta perspectiva: un compromiso
operativo y coherente de modelarse sobre Cristo, compromiso de conversión
continua, radical, transformante, tensa en profundidad hacia la persona viva
del Señor Jesús.
Es
necesario dejar bien sentado que la oración y la vida constituyen una unidad
indivisible, que la una depende de la otra, que la una autentica a la otra. La
separación entre oración y vida es principio de crisis de la oración; para
resolverla, se precisa unificarlas y unificarlas en Cristo. Una recuperación
del valor de la oración que se limitase únicamente a la oración sería, no sólo
unilateral, sino además inevitablemente estéril. La auténtica oración se
reconoce por los frutos de vida. Pretender recuperar el valor de la oración sin
comprometerse seriamente en la conversión de la vida es utópico.
La
vida cristiana, la ascesis, hay que plantearla desde la teología paulina del
Cuerpo Místico y desde la tensión joánica del permanecer en Cristo, descrita en
la alegoría de la vid y los sarmientos. Las virtudes han de ser presentadas, se
ha de estimular a adquirirlas, como aspectos de la conformidad con Cristo,
movimientos dinámicos hacia la asimilación de Cristo, modos de expresar el amor
a Cristo. Precisamente, como las vio y las practicó Francisco de Asís.
[Cf. Selecciones de Franciscanismo, n. 19
(1978) 24-26]
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