Por Lázaro Iriarte, OFMCap
Vivir y anunciar la penitencia
«Penitentes de Asís» fue la denominación adoptada
por el primer grupo de franciscanos para responder a la pregunta «¿Quiénes
sois?». No tardaron en escoger luego un nombre de inspiración evangélica,
«hermanos menores», que los distinguiera de los demás grupos de penitentes.
Pero el compromiso penitencial quedaría como programa básico de la vida
evangélica.
El sentido de la expresión hacer penitencia,
usada frecuentemente por san Francisco, corresponde aproximativamente al de la metanoia
bíblica, esto es al de penitencia-conversión. A los ojos del creyente
todas las situaciones humanas son iluminadas por el designio salvífico de Dios
y por la respuesta de cada persona al mismo. Los hombres, por lo tanto, según
la visual de Francisco, se hallan divididos en dos categorías: los que «hacen
penitencia» y los que «no hacen penitencia» (1CtaF). Sabe él que, si pertenece
a los primeros, es por pura gracia de Dios, habiendo pertenecido antes al
número de los que no hacen penitencia. Don de Dios es también el perseverar en
la penitencia.
La vocación penitencial configura la vida entera del
hermano menor, una vocación que se puede vivir dondequiera, como garantía de
libertad y de inserción en cualquier realidad histórica: «Cuando no fueren
recibidos en alguna parte, márchense a otra tierra a vivir en penitencia, con
la bendición de Dios» (Test 26).
La conversión inicial sincera y la voluntad sostenida
de conversión renovada es el postulado insustituible de la vida fraterna. En
efecto, la misma tensión que impulsa al hermano menor constantemente a
descubrir en sí mismo y a destruir toda forma de egoísmo alienante, de orgullo,
de apropiación, lo dispone al propio tiempo a abrirse al amor de Dios y a
acoger al hermano. Puede decirse que aquí radica toda la ascética personal y
toda la pedagogía del Poverello como fundador: en establecer el contraste entre
el propio yo con sus tendencias -carne- y el espíritu del Señor,
como más adelante veremos.
Actitud penitencial supone el reconocimiento humilde
y minorítico de la propia limitación y fragilidad, aun moral, verse pobre ante
Dios, atribuirle a Él todo bien, «teniendo por cierto que no nos pertenecen a
nosotros sino los vicios y los pecados», soportar pacientemente toda adversidad
y aflicción de alma y de cuerpo, toda persecución... (1 R 17,7-8). Así es como
se alcanza la pureza de corazón, que dispone a la contemplación de Dios, la
pobreza interior, la «santa y pura sencillez», la «verdadera alegría».
Una vida así se convierte en testimonio y mensaje,
interpela y al propio tiempo reclama la atención de los que no viven en
penitencia. Tal apareció Francisco cuando, como él dice, «salió del siglo». Y
así apareció el grupo de sus seguidores. El relato de los Tres Compañeros
pone de relieve, con insistencia, los pareceres encontrados y las reacciones
que suscitaban entre la gente: algunos los tomaban por locos, otros por
charlatanes o imbéciles, y no faltaban quienes los trataban de ladrones y
malhechores; pero quien los observaba de cerca se llenaba de admiración y
pasaba luego a la veneración (TC 33-41).
La predicación franciscana nació así como mensaje
exclusivamente penitencial. Cuando alcanzaron el número de ocho, «Francisco los
reunió a todos y, después de hablarles detenidamente del reino de Dios, del
desprecio del mundo, de la renuncia a la propia voluntad, del dominio de sí
mismos, los dividió en cuatro parejas y les dijo: Id, carísimos, de dos en dos
por las diversas partes del mundo y anunciad a los hombres la paz y la
penitencia» (1 Cel 29).
El fundador escuchó con gratitud profunda las
palabras dirigidas al grupo por el papa Inocencio III después de la aprobación
de la regla: «Id con Dios, hermanos, y predicad a todos la penitencia, como El
se digne inspiraros» (1 Cel 33).
El anuncio del reino de Dios llevaba consigo dos
elementos inseparables: la paz y la penitencia; o mejor, dos expresiones del
binomio salvífico paz-reconciliación: «El valerosísimo soldado de Cristo
pasaba por ciudades y aldeas anunciando el reino de Dios: la paz, el camino de
la salvación, la penitencia para el perdón de los pecados» (1 Cel 36).
La vida y el mensaje de Francisco, hombre
penitencial, provocó en todos los estratos sociales un despertar inusitado. Y
fueron, sobre todo, las diversas agrupaciones de la Orden de la Penitencia,
venida a menos después de la difusión de los movimientos laicales de tendencias
heterodoxas, las que más experimentaron el influjo vivificante del reclamo
franciscano a la conversión. Consta históricamente que Francisco se interesó
activamente por los penitentes. Hombres y mujeres, sin dejar la propia familia
ni el propio oficio o la propia posición social, entraban en la corriente de
vida evangélica, que miraba como dechado las opciones de la fraternidad de los
menores y de las hermanas pobres de San Damián. La penitencia-conversión vino a
constituir, no sólo un cambio de conducta, sino una forma de compromiso
cristiano, dando origen al franciscanismo seglar.
[Cf. el texto
completo en Vocación Franciscana, esp. pp. 45-48]
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