Problema de siempre, problema que hoy se hace
más agudo. En los célebres «Relatos de un peregrino ruso» se describe este
problema con el realismo típico de quien sufre y quiere superar una dificultad
de todos los días, de todo hombre. La Biblia prescribe que «es preciso orar
siempre sin desfallecer» (Lc 18,1), que «se ha de orar en toda ocasión en el
Espíritu» (Ef 6,18). Pero el cristiano que se dispone a hacerlo, tropieza
inevitablemente con la dificultad de cómo aprender en la práctica a orar. El
problema está sobre todo en encontrar un maestro sabio y experimentado. Es el
problema que los apóstoles plantean a Jesús cuando le piden que les enseñe a
orar (Lc 11,1-4).
El «peregrino ruso» intenta resolver la
dificultad leyendo libros y escuchando predicaciones, pero en vano; lo consigue
únicamente cuando encuentra a un maestro de espíritu -un «starets»-
capaz de comunicarle una experiencia personal de oración.
El maestro que nosotros hemos encontrado y que
intentamos seguir es Francisco de Asís, presentado por su primer biógrafo con
esta frase lapidaria: «non tam orans, quam totus oratio factus», «no
tanto un hombre que ora, cuanto la personificación misma de la oración» (2 Cel
95).
Con rápida pincelada queremos recorrer las
líneas fundamentales de su enseñanza y profundizar en ella aplicándola a
nuestra situación actual, que refleja problemas comunes a la vida religiosa en
la Iglesia.
San Francisco enseña que la oración nace del
encuentro personal con el Señor Jesús y que se hace una con el compromiso de
conversión al Evangelio y de caridad operativa para con los hermanos. La fuente
de donde brota es la palabra de Dios asimilada y vivida; la madre y maestra que
lleva de la mano es María; los polos de atracción y las rampas de lanzamiento
son la Cruz y la Eucaristía; la meta y fuente de la alegría es la comunión de
vida con la Trinidad divina.
Es el contenido exacto de una pedagogía que se
repite en las páginas del Concilio Vaticano II: Optatam totius, 8.
Vaya por delante un matiz que hace evidente un
aspecto característico, específico de la oración de san Francisco. El «starets»
enseña al «peregrino ruso» cómo ha de orar, sugiriéndole que repita
indefinidamente, al ritmo de la respiración, la invocación «¡Señor Jesucristo,
ten piedad de mí!». San Francisco, en cambio, responde a los hermanos que le
piden que les enseñe a orar: «Cuando oréis, decid: Padre nuestro..., y Te
adoramos, Señor Jesucristo, también en todas tus demás iglesias que hay en el
mundo entero, y te bendecimos, porque por tu santa cruz redimiste al mundo»
(1 Cel 45).
La diversidad de enfoque es de un valor
fundamental. Nuestro Santo pone el acento, no en la oración cuyo beneficiario
es el hombre, sino en la alabanza del Señor. Francisco se lanza de inmediato a
los brazos del Padre y se extiende, luego, a adorar y bendecir al Señor
Jesucristo, que con amor infinito colma las esperanzas del hombre.
De este tipo de oración irradia una luz que
lleva a reconocer que Dios «es el bien, todo bien, sumo bien» (AlD 3), y que a
Él se deben «las alabanzas, la gloria y el honor, y toda bendición» (Cánt 1).
Francisco recibe de Dios y reverbera después el fuego de la caridad con que
impulsa a sus hermanos a creer en el Amor, a experimentar de manera sapiencial
el Amor (cf. 1 Jn 4,16) y a responder al Amor con generosidad y gozo.
Con una vida proyectada por completo a alabar
al Padre por medio del Hijo en el Espíritu Santo, la oración de Francisco se
transforma en liturgia del cielo. Síntesis y eco de ella es la convincente y
férvida invitación que sella el Cántico de las criaturas: «Load y
bendecid a mi Señor, dadle gracias y servidle con gran humildad».
[Cf.
Selecciones de Franciscanismo,
n. 19 (1978) 20-21]
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