Un corazón puro ayuda en los momentos de dolor
y esperanza del pueblo mexicano
Homilía de Benedicto XVI en la Santa Misa del
Parque Bicentenario de León
Queridos hermanos y hermanas:
Me complace estar entre ustedes, y deseo
agradecer vivamente a monseñor José Guadalupe Martín Rábago, arzobispo de León,
sus amables palabras de bienvenida. Saludo al episcopado mexicano, así como a
los señores cardenales y demás obispos aquí presentes, en particular a los
procedentes de Latinoamérica y el Caribe. Vaya también mi saludo caluroso a las
autoridades que nos acompañan, así como a todos los que se han congregado para
participar en esta Santa Misa presidida por el Sucesor de Pedro.
«Crea en mí, Señor, un corazón puro»
(Sal 50,12), hemos invocado en el salmo responsorial. Esta exclamación
muestra la profundidad con la que hemos de prepararnos para celebrar la próxima
semana el gran misterio de la pasión, muerte y resurrección del Señor. Nos
ayuda asimismo a mirar muy dentro del corazón humano, especialmente en los
momentos de dolor y de esperanza a la vez, como los que atraviesa en la
actualidad el pueblo mexicano y también otros de Latinoamérica.
El anhelo de un corazón puro, sincero,
humilde, aceptable a Dios, era muy sentido ya por Israel, a medida que tomaba
conciencia de la persistencia del mal y del pecado en su seno, como un poder
prácticamente implacable e imposible de superar. Quedaba sólo confiar en la
misericordia de Dios omnipotente y la esperanza de que él cambiara desde
dentro, desde el corazón, una situación insoportable, oscura y sin futuro. Así
fue abriéndose paso el recurso a la misericordia infinita del Señor, que no
quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva
(cf. Ez 33,11). Un corazón puro, un corazón nuevo, es el que se
reconoce impotente por sí mismo, y se pone en manos de Dios para seguir
esperando en sus promesas. De este modo, el salmista puede decir convencido al
Señor: «Volverán a ti los pecadores» (Sal 50,15). Y, hacia el final del
salmo, dará una explicación que es al mismo tiempo una firme confesión de fe:
«Un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias» (v. 19).
La historia de Israel narra también grandes
proezas y batallas, pero a la hora de afrontar su existencia más auténtica, su
destino más decisivo, la salvación, más que en sus propias fuerzas, pone su
esperanza en Dios, que puede recrear un corazón nuevo, no insensible y
engreído. Esto nos puede recordar hoy a cada uno de nosotros y a nuestros
pueblos que, cuando se trata de la vida personal y comunitaria, en su dimensión
más profunda, no bastarán las estrategias humanas para salvarnos. Se ha de
recurrir también al único que puede dar vida en plenitud, porque él mismo es la
esencia de la vida y su autor, y nos ha hecho partícipes de ella por su Hijo
Jesucristo.
El Evangelio de hoy prosigue haciéndonos ver
cómo este antiguo anhelo de vida plena se ha cumplido realmente en Cristo. Lo
explica san Juan en un pasaje en el que se cruza el deseo de unos griegos de
ver a Jesús y el momento en que el Señor está por ser glorificado. A la
pregunta de los griegos, representantes del mundo pagano, Jesús responde
diciendo: «Ha llegado la hora de que el Hijo del hombre sea glorificado»
(Jn 12,23). Respuesta extraña, que parece incoherente con la pregunta de
los griegos. ¿Qué tiene que ver la glorificación de Jesús con la petición de
encontrarse con él? Pero sí que hay una relación. Alguien podría pensar –observa
san Agustín– que Jesús se sentía glorificado porque venían a él los gentiles.
Algo parecido al aplauso de la multitud que da «gloria» a los grandes del
mundo, diríamos hoy. Pero no es así ;. «Convenía que a la excelsitud de su
glorificación precediese la humildad de su pasión» (In Joannis Ev.,
51,9: PL 35, 1766).
La respuesta de Jesús, anunciando su pasión
inminente, viene a decir que un encuentro ocasional en aquellos momentos sería
superfluo y tal vez engañoso. Al que los griegos quieren ver en realidad, lo
verán levantado en la cruz, desde la cual atraerá a todos hacia sí
(cf. Jn 12,32). Allí comenzará su «gloria», a causa de su sacrificio
de expiación por todos, como el grano de trigo caído en tierra que muriendo,
germina y da fruto abundante. Encontrarán a quien seguramente sin saberlo
andaban buscando en su corazón, al verdadero Dios que se hace reconocible para
todos los pueblos. Este es también el modo en que Nuestra Señora de Guadalupe
mostró su divino Hijo a san Juan Diego. No como a un héroe portentoso de
leyenda, sino como al verdaderísimo Dios, por quien se vive, al Creador de las
personas, de la cercanía y de la inmediación, del Cielo y de la Tierra
(cf. Nican Mopohua, v. 33). Ella hizo en aquel momento lo que ya había
ensayado en las Bodas de Caná. Ante el apuro de la falta de vino, indicó
claramente a los sirvientes que la vía a seguir era su Hijo: «Hagan lo que él
les diga» (Jn 2,5).
Queridos hermanos, al venir aquí he podido
acercarme al monumento a Cristo Rey, en lo alto del Cubilete. Mi venerado
predecesor, el beato papa Juan Pablo II, aunque lo deseó ardientemente, no pudo
visitar este lugar emblemático de la fe del pueblo mexicano en sus viajes a
esta querida tierra. Seguramente se alegrará hoy desde el cielo de que el Señor
me haya concedido la gracia de poder estar ahora con ustedes, como también
habrá bendecido a tantos millones de mexicanos que han querido venerar sus
reliquias recientemente en todos los rincones del país. Pues bien, en este
monumento se representa a Cristo Rey. Pero las coronas que le acompañan, una de
soberano y otra de espinas, indican que su realeza no es como muchos la
entendieron y la entienden. Su reinado no consiste en el poder de sus ejércitos
para someter a los demás por la fuerza o la violencia. Se funda en un poder más
grande que gana los corazones: el amo r de Dios que él ha traído al mundo con
su sacrificio y la verdad de la que ha dado testimonio. Éste es su señorío, que
nadie le podrá quitar ni nadie debe olvidar. Por eso es justo que, por encima
de todo, este santuario sea un lugar de peregrinación, de oración ferviente, de
conversión, de reconciliación, de búsqueda de la verdad y acogida de la gracia.
A él, a Cristo, le pedimos que reine en nuestros corazones haciéndolos puros,
dóciles, esperanzados y valientes en la propia humildad.
También hoy, desde este parque con el que se
quiere dejar constancia del bicentenario del nacimiento de la nación mexicana,
aunando en ella muchas diferencias, pero con un destino y un afán común,
pidamos a Cristo un corazón puro, donde él pueda habitar como príncipe de la
paz, gracias al poder de Dios, que es el poder del bien, el poder del amor. Y,
para que Dios habite en nosotros, hay que escucharlo, hay que dejarse
interpelar por su Palabra cada día, meditándola en el propio corazón, a ejemplo
de María (cf. Lc 2,51). Así crece nuestra amistad personal con él, se
aprende lo que espera de nosotros y se recibe aliento para darlo a conocer a
los demás.
En Aparecida, los obispos de Latinoamérica y
el Caribe sintieron con clarividencia la necesidad de confirmar, renovar y
revitalizar la novedad del Evangelio arraigada en la historia de estas tierras
«desde el encuentro personal y comunitario con Jesucristo, que suscite
discípulos y misioneros» (Documento conclusivo, 11). La Misión
Continental, que ahora se está llevando a cabo diócesis por diócesis en este
Continente, tiene precisamente el cometido de hacer llegar esta convicción a
todos los cristianos y comunidades eclesiales, para que resistan a la tentación
de una fe superficial y rutinaria, a veces fragmentaria e incoherente. También
aquí se ha de superar el cansancio de la fe y recuperar «la alegría de ser
cristianos, de estar sostenidos por la felicidad interior de conocer a Cristo y
de pertenecer a su Iglesia. De esta alegría nacen también las energías para
servir a Cristo en l as situaciones agobiantes de sufrimiento humano, para
ponerse a su disposición, sin replegarse en el propio bienestar» (Discurso a la
Curia Romana, 22 de diciembre de 2011). Lo vemos muy bien en los santos, que se
entregaron de lleno a la causa del evangelio con entusiasmo y con gozo, sin
reparar en sacrificios, incluso el de la propia vida. Su corazón era una
apuesta incondicional por Cristo, de quien habían aprendido lo que significa
verdaderamente amar hasta el final.
En este sentido, el Año de la fe, al que
he convocado a toda la Iglesia, «es una invitación a una auténtica y renovada
conversión al Señor, único Salvador del mundo [...]. La fe, en efecto, crece
cuando se vive como experiencia de un amor que se recibe y se comunica como
experiencia de gracia y gozo» (Porta fidei, 11 octubre 2011, 6.7).
Pidamos a la Virgen María que nos ayude a
purificar nuestro corazón, especialmente ante la cercana celebración de las
fiestas de Pascua, para que lleguemos a participar mejor en el misterio
salvador de su Hijo, tal como ella lo dio a conocer en estas tierras. Y
pidámosle también que siga acompañando y amparando a sus queridos hijos
mexicanos y latinoamericanos, para que Cristo reine en sus vidas y les ayude a
promover audazmente la paz, la concordia, la justicia y la solidaridad.
Amén.
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