«Rodeaba de amor indecible a la madre de
Jesús, por haber hecho hermano nuestro al Señor de la majestad» (2 Cel 198), «y
por habernos alcanzado misericordia» (LM 9,3). Estas sencillas palabras de sus
biógrafos expresan el motivo más profundo de la devoción de san Francisco a la
Virgen.
Puesto que la encarnación del Hijo de Dios
constituía el fundamento de toda su vida espiritual, y a lo largo de su vida se
esforzó con toda diligencia en seguir en todo las huellas del Verbo encarnado,
debía mostrar un amor agradecido a la mujer que no sólo nos trajo a Dios en
forma humana, sino que hizo «hermano nuestro al Señor de la majestad». Esto
hacía que ella estuviera en íntima relación con la obra de nuestra redención; y
le agradecemos el que por su medio hayamos conseguido la misericordia de Dios.
Francisco expresa esta gratitud en su gran Credo,
cuando, al proclamar las obras de salvación, dice: «Omnipotente, santísimo,
altísimo y sumo Dios, Padre santo y justo, Señor rey del cielo y de la tierra,
te damos gracias por ti mismo... Por el santo amor con que nos amaste, quisiste
que Él, verdadero Dios y verdadero hombre, naciera de la gloriosa siempre
Virgen beatísima santa María» (1 R 23,1-3).
Aquí, «el homenaje que el hombre rinde a la
majestad divina desde lo más profundo de su ser», característica de la antigua
edad media, se funde en desbordante plenitud con el amor reconocido del hombre
atraído a la intimidad de Dios. Otro tanto sucede en el salmo navideño que
Francisco, a tono con la piedad sálmica de la primera edad media, compuso
valiéndose de los himnos redactados por los cantores del Antiguo Testamento:
«Glorificad a Dios, nuestra ayuda; cantad al Señor, Dios vivo y verdadero, con
voz de alegría... Porque el santísimo Padre del cielo... envió a su amado Hijo
de lo alto, y nació de la bienaventurada Virgen santa María» (OfP 15,1-3).
Con alabanza desbordante de alegría, Francisco
da gracias al Padre celestial por el don de la maternidad divina concedido a
María. Este es el primero y más importante motivo de su devoción mariana:
«Escuchad, hermanos míos; si la bienaventurada Virgen es tan honrada, como es
justo, porque lo llevó en su santísimo seno...» (CtaO 21). En aquella época campeaba
por sus respetos la herejía cátara, que, aferrada a su principio dualista,
explicaba la encarnación del Hijo de Dios en sentido docetista y, por
consiguiente, anulaba la participación de María en la obra de la salvación.
Para manifestar su oposición a la herejía, Francisco, devoto de María, no se
cansaba de proclamar, con extrema claridad, la verdad de la maternidad divina
real de María: «Este Verbo del Padre, tan digno, tan santo y glorioso,
anunciándolo el santo ángel Gabriel, fue enviado por el mismo altísimo Padre
desde el cielo al seno de la santa y gloriosa Virgen María, y en él recibió la
carne verdadera de nuestra humanidad y fragilidad» (2CtaF 4). Y en el Saludo a
la bienaventurada Virgen María celebra esta verdadera y real maternidad con frases
siempre nuevas, dirigiéndose a ella de un modo exquisitamente concreto y
expresivo, llamándola: «palacio de Dios», «tabernáculo de Dios», «casa de
Dios», «vestidura de Dios», «esclava de Dios», «Madre de Dios».
No estará de más recordar aquí que el santo no
trató de combatir la herejía con la lucha o la confrontación, sino con la
oración. Tal vez también en esto seguía el mismo principio que estableció
respecto al honor de Dios: «Y si vemos u oímos decir o hacer mal o blasfemar
contra Dios, nosotros bendigamos, hagamos bien y alabemos a Dios, que es
bendito por los siglos» (1 R 17,19).
Cosa sorprendente: la mayor parte de las
afirmaciones de Francisco sobre la Madre de Dios se encuentran en sus oraciones
y cantos espirituales. A su aire, sigue con sencillez y simplicidad la
exhortación del Apóstol: «No os dejéis vencer por el mal, sino venced el mal
con el bien» (Rm 12,21).
Tal vez esto explique su exquisita
predilección por la fiesta de navidad y su amor al misterio navideño: «Con
preferencia a las demás solemnidades, celebraba con inefable alegría la del
nacimiento del niño Jesús; la llamaba fiesta de las fiestas, en la que Dios,
hecho niño pequeñuelo, se crió a los pechos de madre humana» (2 Cel 199).
[Cf.
el texto completo en Devoción de san Francisco a María]
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