martes, 14 de febrero de 2012

El cuerpo adorable del Señor


Por José Álvarez, o.f.m.

Hacia 1220, o tal vez 1223, envió San Francisco un precioso escrito a toda la Orden. Es una exhortación paterna y sentida de un testigo que cree y vive lo que confiesa. En ella anima a sus hermanos a responder con actitudes adecuadas, fundadas en la fe sincera, a tanto amor y humildad como Dios nos ha demostrado en el admirable sacramento del altar: «Mirad, hermanos (sacerdotes), la humildad de Dios y derramad vuestros corazones en su presencia» (CtaO 28). En ella pide a sus hermanos, no sólo tratar lo santo con reverencia y dignidad, sino, lo que es más importante, ser ellos santos: «Mirad vuestra dignidad, hermanos sacerdotes, y sed santos, porque Él es Santo». Y razona la exigencia: «Si la Virgen es tan honrada, como es justo, porque le llevó en su seno virginal; si el Bautista tembló sin atreverse a tocar la cabeza del Santo de Dios; si el sepulcro donde yació por algún tiempo es tan venerado, ¡cómo no debe ser santo y digno aquel que tiene entre sus manos, toma con la boca y el corazón y lo da a comer a otros!» (CtaO 21-22). «Por tanto, los que quieran celebrar la misa, es decir, el verdadero sacrificio del santísimo Cuerpo y Sangre de nuestro Señor Jesucristo, deben hacerlo con pureza de corazón, con intención santa y limpia, y con la máxima reverencia» (CtaO 14).

La misma carta y otros textos de los escritos del Santo señalan la respuesta que el trato del santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo debe encontrar en los hermanos, especialmente los sacerdotes: la fe (Adm 1,14-21); la penitencia-conversión-sacramento de la reconciliación (2CtaF 22); la humildad (1 R 20,5); la reverencia y el honor (CtaO 12); las alabanzas, gloria y honor (CtaCus 7).

Francisco, además de exhortar personalmente, apela a la normativa y autoridad de la Iglesia: «Ruego, con el alma y encarecimiento que puedo, que cuando parezca oportuno, supliquéis humildemente a los sacerdotes que tengan limpios y preciosos los cálices, los corporales, los ornamentos del altar y todo cuanto se relaciona con el Sacrificio, según lo que está mandado por la Iglesia» (CtaCle 4 y 13).

Independientemente de esta llamada de la Iglesia en pro de esa especie de cruzada eucarística, el altar fue siempre el hogar de su fe, y la Eucaristía el centro de su piedad y el foco de toda su vida cristiano-religiosa. Por eso, como ha escrito el padre Hilarino Felder, mientras vivió, puso todo su empeño en amar, reverenciar y honrar al Salvador eucarístico, el sacerdocio eucarístico, los utensilios eucarísticos, los ornamentos eucarísticos, y quiso que sus hijos fueran portadores al mundo de este mensaje eucarístico.

Y un apunte final por si nos alcanza a nosotros, también herederos de una reforma conciliar como Francisco: han pasado ya unos años desde la celebración del Concilio Vaticano II, el cual emanó un solemne documento sobre la renovación litúrgica (Sacrosanctum Concilium). La ligereza, a veces, en la interpretación, el prurito de snobismo, y la ignorancia, incluso, usada con inteligencia por muchos de nosotros en el trabajo pastoral, ha generado también en nuestro ambiente eclesial actuaciones y actitudes discutibles y hasta revisables, creo. En este sentido, tal vez nos pueda aprovechar la exhortación de Francisco: «Pongamos atención todos y corrijamos, si el caso lo requiere, prontamente y con esfuerzo todas estas cosas, es decir, posibles excesos en nuestro proceder, según los preceptos del Señor y las sanas disposiciones de la Iglesia» (cf. CtaCle 10 y 13).

Fuente: Directorio Franciscano, Enciclopedia Franciscana: [Cf. Santuario (Arenas de San Pedro), n. 122, julio-agosto de 1998, pp. 6-7]

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